Tengo que
hablar con Dios, Gabriel...
—Ya puedes archivar este
expediente, Gabriel. ¿Hemos terminado por hoy, no?
—Solo falta que recibas a
Náira. Le habías citado a las 12:00 y nos está esperando.
—¿Náira? Lo había olvidado…
Cómo si no tuviera bastante con las cosas de Lucifer y las súplicas y quejas de
los humanos, para, además, tener que preocuparme de tonterías, seguro que
es una memez lo que le trae. En fin, que pase.
Náira, nervioso y
visiblemente consternado, se sienta y, sin decir ni una sola palabra, le
entrega a Dios una carta. En el sobre, el membrete del gabinete psicológico
para la transmigración de almas, y dentro este texto: “Tras un exhaustivo
examen del caso, y habiendo sometido al paciente a varias sesiones de análisis terapéutico, se recomienda le sea concedida la baja temporal en su actividad. Diagnóstico:
Trastorno de ansiedad y depresión”
—Esto es inaudito... –dice
Dios, mientras rompe el informe en mil pedazos-. Es la primera vez en la
Historia que un ángel de la guarda pide la baja. Y mira que ha habido casos
complicados… ¿Acaso quieres que cunda el ejemplo?
—No, claro que no. Pero es
que… D. Juan… me supera. Es un narcisista, misógino, osado hasta la temeridad,
no respeta ninguna ley humana o divina…
—Tu función no es juzgar,
Náira, para eso estoy yo. Tú solo debes aconsejarle, salvaguardarle, sin
alterar su libre albedrío y, por supuesto, ser… la voz de su conciencia
—No se trata solo de él y ni
de mí... Es que me está creando problemas con otros ángeles de la guarda que me
recriminan que hago mal mi trabajo. Se quejan de que, por no saber yo encauzar
el camino de D. Juan, algunos de sus protegidos descubren en él un espíritu
rebelde y libre, y, atraídos por su ejemplo, comienzan a imitar sus actos.
—Pero eso son cosas de
jóvenes, la inmadurez que les hace protestar. Con el tiempo aprenderán que el
sueño de vivir en libertad absoluta es una quimera... a la que, desde luego, no
se llega por el placer como único fin de las acciones. Hay que dejar que el
tiempo realice su trabajo.
—Pero, Divinidad, cualquiera
pensaría al oíros, que disculpáis sus andanzas, como si solo fueran pequeñas
travesuras. ¿Acaso no recordáis el día que traspasó las puertas del
convento para seducir a Doña Inés y sus consecuencias? Ese día, todos pudimos
sentir vuestra furia.
—Nada queda disculpado ni olvidado. Cuando llegué
el momento pagará por sus pecados. Pero, mientras tanto, deberás continuar a su
lado. Si te sirve de ayuda piensa que D. Juan está encerrado en una cárcel,
cuyos barrotes son sus propios deseos, y que tú, con tu capacidad y trabajo,
con paciencia, serás capaz de limarlos.
—No, no… ¡Quitadme las alas si queréis, pero ya no puedo más! Estoy todo el
día con el corazón en puño. Duelos, persecuciones, muertes… Y esas pobres
muchachas, a las que trata como un objeto, como un trofeo, y las abandona a su
destino. Y por si fuera poco, ya ni siquiera respeta la paz de los
cementerios. No puedo más de verdad…
Finalmente Dios aceptó
la renuncia y le envió a descansar. Dos años le ha costado superar el trastorno
que supuso velar por Don Juan Tenorio. Náira observa, desde un claro de una
nube, el acontecer de su nuevo protegido, un niño aplicado y sin malicia. De
repente se oye el rechinar de las puertas del Paraíso que Pedro abre a las
nuevas almas. Miles de voces, descoordinadas, desconcertadas… De entre todas
ellas, hay una que le resulta conocida. Náira presta más atención, intentando
definirla.
—“¿No es verdad, ángel de
amor, que en esta apartada orilla, más pura la luna brilla…”
Náira tiembla al ver el alma
de D. Juan atravesando las puertas. ¿Será verdad que, finalmente, todo el mundo
puede arrepentirse en el último instante? Náira baja la cabeza, desconcertado,
mientras observa lo que parece un destello de malicia en los ojos de Pedro...