sábado, 27 de septiembre de 2014

Rellamada


Alice se sirve una copa de vino y se sienta frente a la chimenea. Las luces danzantes del fuego iluminan la esfera del reloj que hay sobre ella y que marca las once y cuarto. Recuerda la voz de Sanite Laveau, el santero, «no antes de la medianoche…». Mira el álbum de fotografías que tiene abierto en la mesa contigua, lo coge y comienza a pasar las hojas. El instituto, la graduación, los primeros días de la universidad... Cierra los párpados con cada imagen, como si al mirarlas se activara el flash de una cámara que dañara sus ojos. Apenas se reconoce en esa joven. Siente que esa Alice que una vez fue se ha evaporado, pasando a engrosar la  lista de personas desaparecidas. Llega a las láminas que contienen el reportaje de su boda con Scott. Bebe un sorbo de vino y se concede una pausa para tomar aliento y ordenar sus ideas. Las manecillas del reloj continúan su camino hacia la medianoche. Las once y media.  «Te entregué mis mejores años, abandoné mis sueños por empujar los tuyos, te quise más a ti que a mí misma… ese fue mi error. Y ahora, en la cima de tu carrera, me relegas por una sucesión de barbis de pacotilla que solo están a tu lado por la notoriedad que da tu cargo… Pero ya no me duele…».
—Te pedí el divorcio y me lo negaste —dice lanzando la copa contra el suelo que estalla en mil pedazos—. Para ti no soy más que un complemento que viste bien en tu campaña electoral, como las corbatas de Armani que tanto te gustan… Pero ya no habrá  más desprecios ni humillaciones.
Coge una fotografía de Scott, cierra de golpe el álbum y se levanta. La deja sobre un tapete de terciopelo rojo que cubre el centro de la mesa del salón. A su lado, cinco velas negras, un cuenco de metal, unas tijeras, unos fósforos  y un pergamino envuelto en una fina tela de lino blanco. Mira el reloj. Tan solo faltan unos minutos para las doce. Coloca las velas sobre el paño formando un pentagrama casi perfecto y en el centro pone la vasija metálica. Con minuciosidad, corta la fotografía que se esparce por el fondo del recipiente. Desenrolla el manuscrito y comienza a recitar la salmodia que hay escrita mientras enciende la primera vela. «Como esta cera el poder de Scott se quema…». «Se disipa…», la segunda. «No causándome daño», la tercera. «Soy inmune a sus males para siempre…», la cuarta. A pesar de que Sanité le había asegurado  que el ritual no pondría en peligro a nadie, duda un instante antes de encender el último cirio. «Hágase mi voluntad», dice lanzando con furia la cerilla sobre los pedazos del retrato que comienzan a arder elevando una pequeña lengua de fuego hacia el techo.

Alice se despierta tras una noche de pesadillas, en las que Sanite Laveau la miraba fijamente y recitaba una plegaria que trastornaba sus sentidos y paralizaba sus músculos, mientras Scott avanzaba hacia ella rodeado de sombras. Suena el timbre de la puerta. Alice se pone una bata sobre el camisón y abre la puerta. Un agente de policía le informa de que un conductor ebrio, que circulaba por el carril contrario, chocó contra el coche de Scott y le provocó la muerte. 

Se ha marchado el último asistente al sepelio. Alice se prepara una infusión en la cocina. Suena el móvil. El nombre de Scott aparece en la pantalla. Corta la llamada, pero pasados unos segundos vuelve a sonar. Corre hacia la habitación y abre el cajón de la mesita. El teléfono de Scott está allí, apagado y sin batería. Un tintineo en el suyo le avisa que tiene un sms.
REGRESO A CASA…
SCOTT
Alice se sobresalta al escuchar ruido en la entrada y el sonido de unos pasos que se acercan por el pasillo. Cierra la puerta de la habitación y se acurruca en una esquina. Tiembla al ver unos hilos de niebla que pasan por debajo de la puerta y se alargan hacia ella. La estancia se llena de sombras.