Los fuegos artificiales
iluminan la noche bilbaína. Las luces del recinto ferial están apagadas y la
gente mantiene un silencio expectante, solo roto por las exclamaciones de
admiración ante las explosiones más novedosas y sorprendentes. Samuel, cansado,
deposita en el suelo los múltiples bolsos, baratijas y pañuelos de fiesta que
lleva en los brazos. «Iñaki, ze urrun dago Kamerun…» La
pantalla parpadea al son de la música. Es Aitor, una de las pocas personas con
las que se relaciona fuera del colectivo de inmigrantes y que, de vez en
cuando, le busca trabajo en alguna obra.
—Ya
es hora de que respondas, Samuel. He pensado que tal vez estés por el Casco
Viejo y te apetezca tomar algo conmigo.
—Si
estoy aquí, pero no puedo. Este no está siendo un buen mes y tengo que
aprovechar que son fiestas para… —Intenta argumentar, mientras mete la mano en
su bolsillo, donde apenas tintinean unas monedas.
—Pero
algo tendrás que cenar. Venga, tío, invito yo —Insiste Aitor sin dejarle
hablar. El estómago de Samuel parece protestar ante la negativa de este a
aceptar la invitación — No hay más que hablar. Te hago una llamada perdida
cuando llegue.
Samuel
intenta buscar una excusa, pero claudica y deja morir las palabras en sus
labios. Cuando Aitor se pone terco no hay quien le haga cambiar de opinión.
Antes de guardar el móvil entra en su archivo de fotografías. Desde la
pantalla, su mujer, Therese, le sonríe, mientras Daniel y Pauline, sus hijos,
juegan a su alrededor. Samuel maximiza
la imagen y se centra en sus labios. Observa sus perfiles delicados y el modo
en que se curvan para dar forma a esa sonrisa que adora. Por su cabeza nunca ha
pasado la idea de traer a su familia. ¿Qué
tendrían aquí? Desarraigo, pobreza, xenofobia… Sin embargo allí, con el dinero
que él les envía —ahorra cada céntimo que puede— alcanzan un estado de
bienestar que en España les sería negado. Cierra los ojos y los imagina
sentados alrededor de la mesa, en la que no falta yuca, ñame, arroz, maíz, frijoles, brochetas de pollo y
pescado, pan francés... Ya no tienen que
recoger brotes en el bosque ni cazar animales con los que engañar al hambre. Escucha
a sus hijos reír, los ve embadurnados de salsa de tomate, incluso escucha un
eructo que sale de la boca de Daniel ante la severa mirada de su madre… y la
ternura que le produce esa visión le hace sentir bien. La traca final le saca
de la ensoñación casi en el mismo instante en el que suena el móvil y recibe la
llamada de Aitor. «Iñaki, qué lejos está
Camerún…»
Therese avisa a
sus hijos de que la cena está lista. Se sientan sin apenas echar un vistazo a la
comida que hay sobre el mantel inmaculado. Todas las miradas se concentran en
ese plato vacío que Therese se empeña en poner, cada día, para Samuel.