sábado, 23 de mayo de 2015

Ze urrun...

Los fuegos artificiales iluminan la noche bilbaína. Las luces del recinto ferial están apagadas y la gente mantiene un silencio expectante, solo roto por las exclamaciones de admiración ante las explosiones más novedosas y sorprendentes. Samuel, cansado, deposita en el suelo los múltiples bolsos, baratijas y pañuelos de fiesta que lleva en los brazos. «Iñaki, ze urrun dago Kamerun…» La pantalla parpadea al son de la música. Es Aitor, una de las pocas personas con las que se relaciona fuera del colectivo de inmigrantes y que, de vez en cuando, le busca trabajo en alguna obra.
—Ya es hora de que respondas, Samuel. He pensado que tal vez estés por el Casco Viejo y te apetezca tomar algo conmigo.
—Si estoy aquí, pero no puedo. Este no está siendo un buen mes y tengo que aprovechar que son fiestas para… —Intenta argumentar, mientras mete la mano en su bolsillo, donde apenas tintinean unas monedas.
—Pero algo tendrás que cenar. Venga, tío, invito yo —Insiste Aitor sin dejarle hablar. El estómago de Samuel parece protestar ante la negativa de este a aceptar la invitación — No hay más que hablar. Te hago una llamada perdida cuando llegue.
Samuel intenta buscar una excusa, pero claudica y deja morir las palabras en sus labios. Cuando Aitor se pone terco no hay quien le haga cambiar de opinión. Antes de guardar el móvil entra en su archivo de fotografías. Desde la pantalla, su mujer, Therese, le sonríe, mientras Daniel y Pauline, sus hijos, juegan a su alrededor.  Samuel maximiza la imagen y se centra en sus labios. Observa sus perfiles delicados y el modo en que se curvan para dar forma a esa sonrisa que adora. Por su cabeza nunca ha pasado la idea de traer a su familia.  ¿Qué tendrían aquí? Desarraigo, pobreza, xenofobia… Sin embargo allí, con el dinero que él les envía —ahorra cada céntimo que puede— alcanzan un estado de bienestar que en España les sería negado. Cierra los ojos y los imagina sentados alrededor de la mesa, en la que no falta yuca, ñame, arroz, maíz, frijoles, brochetas de pollo y pescado,  pan francés... Ya no tienen que recoger brotes en el bosque ni cazar animales con los que engañar al hambre. Escucha a sus hijos reír, los ve embadurnados de salsa de tomate, incluso escucha un eructo que sale de la boca de Daniel ante la severa mirada de su madre… y la ternura que le produce esa visión le hace sentir bien. La traca final le saca de la ensoñación casi en el mismo instante en el que suena el móvil y recibe la llamada de Aitor. «Iñaki, qué lejos está Camerún…»

Therese avisa a sus hijos de que la cena está lista. Se sientan sin apenas echar un vistazo a la comida que hay sobre el mantel inmaculado. Todas las miradas se concentran en ese plato vacío que Therese se empeña en poner, cada día, para Samuel.