«Buscando hacer fortuna,
como emigrante, se fue a otras tierras... y, entre las mozas, una quedó
llorando por su querer…».
Suena una canción en
la radio. Sin poder evitar que asomen las lágrimas, me siento al lado del
transistor para escucharla. Ainara, mi nieta, deja un momento sus muñecas
y se acerca a mí.
-—Aitite, ¿vas a
llorar? - dice al ver mis ojos.
—No es nada, hija, es
esta canción, que siempre me pone triste…
—¿Es de tu tierra? ¿La
echas de menos?
— No, cielo, es que…
ven, siéntate aquí, voy a contarte una historia.
Ainara, cuando
llegamos a Buenos Aires, escapando de la guerra, yo apenas tenía un año más que
tú. Mis padres, a pesar de la tristeza que albergaban en sus corazones,
consiguieron que mi mundo infantil no se desmoronara del todo. Y convirtieron
nuestra huida en un viaje atrayente y exótico. Todavía recuerdo las sensaciones
de los primeros días… Te resultará ridículo, pero durante días no dejé de
pestañear. Como si de esa manera, lograra capturar cada una de las imágenes que se desplegaban ante mí.
Fueron días en los que, para mí, el mero hecho de salir a la calle ya era
una aventura. Sobre todo, cuando me escapaba al barrio de La Boca. Me gustaba
pasear por sus calles con casas de distintos colores, anacrónicas, pero a la
vez enigmáticas como un puzle que tuviera que completar. No entendía el habla
de los emigrantes italianos que vivían allí, pero las sensaciones de sus
rostros no me eran ajenas. Sorpresa, soledad, nostalgia... Y, en el fondo de
cada mirada, una luz de esperanza. Entre esa alegría y algarabía que se
veía y escuchaba en sus bares, llena de canciones y sonidos porteños, me sentía
como en casa.
Un día, mientras
estaba sentado junto al Río de La Plata, me llegó el sonido de una canción que
conocía. «Ya llego al caserío. Voy a volverla a ver. No sale a recibirme, ¿qué es lo
que pudo ser?». La voz salía de un pequeño bar en el puerto. Abrí la puerta y, con
miedo a ser visto por el dueño del local, entré sigilosamente y me escondí tras
una columna que quedaba en penumbra. Desde mi escondite vi la figura de un
hombre sentado en una mesa frente a una botella de anís. Su voz, grave y
desgarrada, rompía la quietud reinante. Parecía que las palabras se
elevaban hacia el techo envueltas en la neblina azulada del humo de su
cigarro. «Maitetxu mía, muero al vivir sin ti». Con la última nota su cuerpo se derrumbó
sobre la mesa. Durante unos minutos, que a mí me parecieron eternos, no movió
ni un solo músculo. Pensé que quizás le había pasado algo y me
acerqué a él. De repente, levantó la cabeza y clavó sus ojos en mí.
—¿Qué es lo que miras?
–me dijo en un tono bronco y áspero.
—Yo… Entré al
escucharle cantar… y luego… pensé que quizás le ocurría algo… –le contesté
asustado.
—Tu acento… Eres
vasco, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?
—Mikel
Y continuó haciéndome preguntas. Quiénes eran mis padres, dónde vivíamos…
Con cada pregunta su tono iba dulcificándose. Incluso conseguí arrancarle una
sonrisa con alguna de las anécdotas que le conté. El tiempo pasó rápido en su
compañía. Me despedí, no sin antes conseguir que me permitiera
visitarle al día siguiente. Sentía curiosidad por conocer su historia. Luego,
alargó la mano, y mientras me daba un fuerte apretón, a modo de confirmación,
me dijo su nombre, Antton Goñi.
Así fue como supe que
Antton animado por las noticias de otros paisanos que habían emigrado a América,
decidió ir tras sus huellas y probar fortuna. El viaje fue terrible, según me
contó. Sin apenas comida ni agua, pero nada pudo con su ánimo porque era
consciente de que, tras esa angustiosa travesía, llegaría a la maravillosa
Argentina… a su tierra prometida. Allí comenzó a trabajar como pastor y,
cuando tuvo algo de dinero ahorrado, compró sus primeras cabezas de ganado.
Antton se forjó una buena reputación gracias a los productos derivados de sus
ovejas. Su vida era un ejemplo de esfuerzo y superación, una existencia
acomodada y aparentemente feliz. Sin embrago, yo no podía olvidar la
imagen, triste y derrotada, que contemplé cuando le conocí.
—Antton, el día que te
vi por primera vez… —me atreví a decirle un día.
—Mikel, -me dijo
Antton sin dejar que terminara la frase- a veces, cuando crees que la vida es
suave y cálida, aparece la mala suerte, y te atrapa en una jaula de la que ya
no puedes salir. ¿Recuerdas la letra de la canción que cantaba?... Yo era ese
joven… Aquel que regresó a España solo para contemplar como sus sueños se
desvanecían ante la tumba de su amada
—¿La compusiste tú?
—No. Para mi
desgracia, estando ebrio, le conté lo ocurrido a un hombre que se sentó a mi
lado en un bar de Fuenterrabía. Dijo llamarse Francisco Alonso y me pidió permiso
para componer una canción. Yo, en el estado en el que me encontraba, no era
consciente de lo que realmente le contaba. Le dije que hiciera lo que
quisiera y me dejara en paz.
Pero Antton no volvió
a encontrar la paz, Ainara. El espíritu de Maite le acompañó durante toda su
vida. Y su voz, llamándole, suplicándole que regresara, se volvió, a medida que
escuchaba la canción, cada vez más nítida en su cabeza. Hasta que su pobre corazón
no pudo soportarlo más.
— No estés triste,
aitite... Antón y Maite por fin están juntos en esa canción.
* El
zortziko es y ha sido considerado, generalmente, como uno de los rasgos más
emblemáticos —si no el mayor— de la música vasca. Desde las obras de
Iparraguirre hasta el Maitetxu mía, pocos son los músicos del país que no haya
utilizado alguna vez sus cinco mágicas corcheas.