Medusa mira a su
amante que yace a su lado convertido en piedra. Se levanta del lecho y saca la
mejor túnica del armario. Tras vestirse, busca su reflejo en el espejo empañado
por el calor y la humedad de la gruta. Traza, apartando el vaho de la
superficie, dibujos despreocupados, hasta que su mano toma el control y perfila
su bello rostro. A su espalda, percibe un destello metálico. Busca en el
cristal el objeto que lo emite y ve a Perseo que, protegido por un escudo,
camina hacia ella. No se gira, no hace nada para detener el camino de la
espada… Sonríe al saberse mortal. No desea vivir sin sentir, de nuevo, el calor
de una mirada enamorada.
sábado, 15 de noviembre de 2014
sábado, 8 de noviembre de 2014
Amnesia
Solo faltaba una hora para el comienzo de
la función y la actividad era frenética en el circo Izaro. En
el punto más alejado del campamento, Ernesto, sentado frente al tocador de su
caravana, miraba desafiante a los ojos acusadores que parecían reprocharle una
falta imperdonable desde el otro lado del espejo. Ernesto sabía que dentro de
él subyacía otra identidad, agazapada en algún rincón de su cerebro, esperando
para hacerse cargo de su existencia.
Cada vez que se avecinaba una de sus crisis, como él las llamaba, la
presentía. Una inquietud especial se adueñaba de él y el mundo real se alejaba,
sus pensamientos se congelaban. Como si un nuevo espíritu se hubiera
introducido en su cuerpo, razonaba y sentía de un modo distinto al habitual.
Durante un tiempo creyó dominar la situación. La pérdida de consciencia era
pequeña, podría incluso confundirse con una falta de memoria normal. Sin
embargo, últimamente, sufría de periodos amnésicos cada vez más grandes. Sin
saber cómo, se despertaba en un bar con la ropa rota y
ensangrentada tras una pelea, en un autobús con dirección hacia ninguna
parte, detenido en una comisaría... No había una causa específica para sus
oscilaciones emocionales. De la risa al odio en un segundo. Una mirada, una
conversación... y se desencadenaba la reacción que alimentaba sus más bajos
instintos.
Ernesto sentía miedo de si mismo, de sus, cada vez, más debilitadas
facultades mentales. Era consciente de que algún día ese ser de naturaleza
perversa que estaba arraigando dentro de él le obligaría a cometer crímenes y
delitos inimaginables. Por eso vivía prácticamente aislado
en su caravana, sin vínculos ni afectos, y sin ni siquiera permitir que sus
compañeros del circo rompieran el cerco que había levantado a su alrededor.
—¡Señoras y señores, niñas y niños... con todos ustedes el mayor espectáculo
del mundo! Recibamos con un fuerte aplauso a... —anunció el director de pista. La función había comenzado.
Ernesto abrió la caja de pinturas. Con una esponja se cubrió la cara de
blanco, y con lápices de colores se dibujó unas grandes cejas y una boca
sonriente. Luego comprobó el resultado. El espejo le devolvió su reflejo
distorsionado. «Sabes que no podrás ocultarme siempre entre capas de
maquillaje. Me hago más fuerte con el paso de los días». Ernesto se
apretó con fuerza la cabeza con las manos para intentar acallar la voz interior
y paliar el dolor tan intenso que sentía. «Pobre infeliz, sabes que
estoy ganando la partida...».
—¡Silencio, cállate! —gritó Ernesto.
No podía soportar más esta situación. Con una mano temblorosa, rebuscó
en el cajón la pistola que había comprado unos meses atrás. Abrió el tambor
para asegurarse de que estaban todas las balas y colocó la boca del cañón sobre
su sien. «No lo harás, eres un cobarde».
El público, en ese momento, aplaudía a Irina que efectuaba un triple
giro mortal en el trapecio de la pista central. Nadie escuchó el disparo.
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