lunes, 30 de agosto de 2021

Cuenta atrás (Premio Bilbao Aste Nagusia 2020)



 

«Todas las cosas tienen vida propia

—pregonaba el gitano con áspero acento—,

Todo es cuestión de despertarles el ánima» 

(Cien años de soledad, Gabriel García Marquez)



Arantza permanecía sentada en el comedor, desde que se marchó el último cliente, hacía más de una hora. Suspiró, con un ligero velo de melancolía en la mirada, mientras observaba la pila de sábanas inmaculadas que había sobre la mesa. La casa le respondió con un silencio que pesaba demasiado. Nunca pensó que llegaría ese momento y sin embargo…

Durante tres generaciones, su familia había regentado la casa de huéspedes El Sol. Una pensión que, pese a su nombre, estaba situada en una de las calles más sombrías del Casco Viejo bilbaíno y que hoy, definitivamente, cerraba sus puertas. Y no porque el negocio fuera mal, muy al contrario. A medida que Bilbao se consolidaba como destino internacional, la cifra de pernoctaciones aumentaba. Pero eran solo eso, pernoctaciones: viajeros sin rostro, de una sola noche, dos a lo sumo, con un número de habitación por distintivo y maletas de diseño. O un bed and breakfast, como se decía ahora, que de familiar solo mantenía el café y las magdalenas del desayuno. Y ella añoraba el tiempo en el que los huéspedes pasaban largas temporadas, años incluso, compartiendo alegrías, penas, sueños o secretos, como una gran familia.

La música del teléfono se adueñó del espacio y reclamó su atención.

—¿Qué tal estás? ¿Quieres que vaya a ayudarte? —preguntó Iñaki, su compañero, con un tono de ansiedad que traspasaba el auricular.

—No —contestó con una mezcla de suavidad y firmeza— es algo que tengo que hacer yo sola.

—Vale, pero no te demores mucho. Dentro de un rato paso a buscarte para ir al txupinazo.

Arantza intentó sonreír, pero la mueca solo llegó a sus labios y se limitó a  despedirse con un «hasta luego». Tras colgar, cogió unas cuantas sábanas y se dirigió a uno de los cuartos. El sol del mediodía enviaba haces de luz que ponían de manifiesto el polvo en suspensión que empezaba a acumularse en la estancia. Comenzó a cubrir los muebles mientras dedicaba frases de gratitud a cada uno de los enseres, como le había enseñado la abuela Engrazi: «Todo lo que tiene nombre existe, mi niña, posee alma como las personas. Por eso, antes de despedirse de un objeto, hay que agradecerle los años de servicio que nos ha prestado.»

Sus manos se quedaron varadas a medio camino cuando procedía a tapar el espejo de la cómoda. Recorrió con la yema de los dedos el marco de madera sin dejar de contemplar su reflejo que, poco a poco, comenzó a desdibujarse, a distorsionarse, hasta que le devolvió la mirada de un atractivo joven. Era el Hombre del espejo, como le había apodado su hermano pequeño, por las horas que pasaba frente a la superficie brillante y gris, ensayando gestos mientras pronunciaba discursos ante un público inexistente.

De repente, el joven se giró. Arantza acechó sus movimientos en la imagen invertida del cristal. Le vio salir del cuarto para reunirse con otros huéspedes en el comedor. Allí  estaba Mauricio, el pintor, que, a falta de dinero algunos meses, pagaba con cuadros a sus padres. También la pareja de recién casados, Amaia y Jon, que se hospedaban, con derecho a cocina, hasta conseguir dinero para dar la entrada de un piso en propiedad. Y, por supuesto,  no podía faltar Mateo, el maestro de escuela, que daba clases particulares a su hermano para llegar a fin de mes. El recuerdo de ese día se despertó con toda claridad.

 

A sus trece años recién cumplidos, Arantza no comprendía, en toda su dimensión, los acontecimientos que se estaban desarrollando en el país. Sin embargo, percibía una inquietud inusual en casa, sobre todo entre los más jóvenes. En especial esa calurosa tarde, del verano de 1978, en la que llegaron agitados tras una comida con amigos. Después de preparar unos refrescos, se  congregaron en el comedor. Arantza, con gran curiosidad, les espiaba desde el dintel de la puerta.

—Tenemos la oportunidad de hacer algo positivo, de construir un comienzo tras los oscuros años de la dictadura —dijo Mateo mientras enderezaba su cuerpo, inconscientemente, adoptando una postura de fortaleza.

—Y de recuperar las señas de identidad de nuestro pueblo —añadió Jon, con una sonrisa de orgullo y satisfacción.

—¡A que no hay huevos…!  —espetó Mauricio.

—Ya estamos  —le amonestó Amaia, que no perdía ocasión de dejar patente su posición combativa frente al sexismo. Ya había tenido su dosis de ultrajes por ser mujer y no pensaba admitir ni uno más—.  Como siempre, reafirmando la virilidad a falta de argumentos.

—¿Pero qué dices, Amaia? —Mauricio emitió un suspiro breve y exasperado—. ¡Es solo una expresión!

—Expresiones que hay que erradicar del discurso cotidiano —advirtió Amaia mientras enfatizaba con las manos su alegato—, porque constituyen un detonante de comportamientos de riesgo.

—A ver, chicos, calma. No es momento de iniciar ese debate, por muy interesante y necesario que sea  —terció el Hombre del espejo, reclamando su atención con la mano levantada—. Además —añadió mientras miraba a Amaia, solicitando su comprensión—, aunque Mauricio no ha estado acertado con las palabras, en cierto modo, no le falta razón. Nos encontramos ante un reto: buscar una nueva imagen para el cambio que se avecina. Y el factor tiempo es determinante, porque solo disponemos de cinco días. La pregunta es, ¿aceptamos el desafío sí o no?

Semblantes concentrados, ceños fruncidos, incluso algún que otro movimiento  negativo de cabeza. Sus mentes divagaban en una  espiral de ideas que no se definían en  nada concreto.

—Creo que necesitamos ayuda—musitó Mauricio mientras esbozaba una pequeña sonrisa—. Y sé quién es la persona idónea. ¿Confiáis en mí?

Mauricio, sin esperar respuesta de sus compañeros, que se miraban entre ellos sin comprender, salió de la estancia como una exhalación. «Mañana os cuento», le oyeron decir mientras cerraba la puerta de la casa.

 

A partir de esa noche, se iniciaron cinco jornadas de una actividad vertiginosa en el grupo. Arantza no sabía qué ocurría, porque guardaban silencio cada vez que ella se acercaba, pero quería participar. Así que, escondida en esquinas y portales, les seguía allá donde fueran. Pronto notaron la presencia de la pequeña espía. Lejos de reprochar su actitud,  la incitaron a continuar con gestos que parecían sospechosos para su ingenua percepción. Incluso provocaron encuentros en apariencia fortuitos. La noche del quinto día, cuando estaban descargando unos sacos de una furgoneta, su curiosidad se impuso a la prudencia. Abandonó la seguridad de su escondite y se acercó a los jóvenes.

—¿Qué es eso?  —preguntó Arantza mientras intentaba escudriñar, a través de la tela, el contenido de los fardos—. Huele a…

Sus palabras quedaron en suspenso al ver el gesto grave del Hombre del espejo.

—¿Pero qué haces aquí? Es de noche y tus padres estarán preocupados. —Su voz tenía un tono paternal, con la cariñosa firmeza de un padre que alecciona a sus hijos, pero que no admite replica—. Debes ir a casa.

Arantza titubeo durante un instante hasta que, finalmente, cabizbaja, tomó el camino de vuelta. Sentía resbalar las miradas de los jóvenes por su espalda. Se giró, buscando un gesto de arrepentimiento en sus ojos, un ademán que la invitara a regresar con ellos, pero su esperanza se desvaneció al verles marchar. Caminó despacio, sumida en una violenta tormenta de emociones: resentimiento, furia… pero, sobre todo, enfado consigo misma porque, a pesar de repasar mentalmente cada conversación, cada acto, de enumerar los objetos que les había visto comprar, no lograba vislumbrar qué estaban pergeñando.

Arantza les dedicó una mirada de reproche cuando regresaron, con una botella de champán que descorcharon en el salón. «Del pueblo y para el pueblo» corearon al unísono mientras chocaban las copas de cristal. Mateo quiso hacer partícipe a Arantza de la fiesta, incluso la invitó a tomar un sorbito de champán que ella rehusó.  Amaia se sentó junto a la adolescente, que cruzó los brazos, enfurruñada, dejando patente su enojo.

—Venga, Arantza, no te enfades. Te prometo que todas tus preguntas encontrarán respuesta mañana. Yo me encargo de que sea así.

Arantza le sostuvo la mirada durante unos instantes. Sus palabras parecían sinceras. Asintió en respuesta a sus propios pensamientos y esbozó una sonrisa indecisa. De repente, la celebración se rompió con una pregunta que, posiblemente, todos tenían en la cabeza. ¿Y si mañana no viene nadie? La adrenalina mudó en una aplastante sensación de cansancio.

 

Cuando despertaron, la conmoción emocional de la víspera se había disipado, dejando en su lugar cierta confianza. El cambio era inevitable. El creciente rumor de la ciudad lo confirmaba.

Jamás había visto Arantza tanta gente congregada en la plaza de Unamuno, a la espera de poder acceder a las Calzadas de Mallona, ni siquiera el día de la patrona.

—No te separes de mí —advirtió Amaia mientras se sumaban a la procesión hacia Begoña.

Cada peldaño multiplicaba por dos la excitación de Arantza, nunca sus 311 escalones le parecieron tan interminables.  La música las alcanzó en el último trecho, sin embargo, no las preparó para el estallido festivo que encontraron en la explanada de la Basílica. Cientos de rostros anchos, alegres. Miles  de cuerpos, que semejaban un organismo pluricelular, bailaban al ritmo de una canción. «Geuria da ta geuria da…» Los acordes se engancharon a sus ropas, tiraban de ellas hacia el centro de una danza, que parecía contener toda la esperanza desterrada durante años. Por fin alcanzaron el punto de encuentro con el resto del grupo. Se abrió un pasillo para dejar pasar a Arantza, que miraba a Amaia desconcertada. Amaia la empujó con suavidad, animándola a continuar.

Arantza notó que se le ponía la piel de gallina, al observar la figura de una gran mujer recortada contra el brillante cielo.

—Te presento a Marijaia —dijo Mateo, aproximándose a Arantza—. La Señora de las fiestas.

Arantza recorrió ávidamente las líneas del rostro, enmarcado por una maraña de pelo rubio y un pañuelo de brillante tono rosa. Se quedó varada, durante unos segundos, en la sensación de placidez que desprendían su sonrisa y sus mejillas sonrosadas. Un espíritu dulce palpitaba en el fondo de aquellos inmensos ojos azules. Inspiró con fuerza para aspirar la fragancia que, ahora sí, reconocía: hierba recién cortada.

Giró a su alrededor. Escudriñó cada recoveco, cada sinuosidad, incluso examinó las puntadas de los ropajes que cubrían a la gran muñeca. Levantó la falda para ver cómo era el armazón que la sostenía. Allí estaban todo los materiales que les había visto acarrear: el cartón, la madera, las alegres telas de colores.

Fascinada, se alejó un poco para tomar perspectiva. Había algo que no encajaba. «O que le falta…», se dijo así misma mientras salía corriendo hacia un jardín que había cerca. Pasmados por su reacción, sin saber muy bien a qué atenerse, la vieron regresar con una bonita rosa amarilla. Arantza les hizo señas para que la levantasen. Jon y Mauricio la auparon a sus hombros.

No alcanzaron a escuchar qué susurró Arantza al oído de Marijaia mientras prendía la flor en su cuello.

 

Un escalofrío recorrió la espalda de Arantza al sentir unas manos sobre sus hombros. Poco a poco, en el retorno hacia el presente, su visión se volvió nítida, restituyendo a los objetos su dimensión real. Se giró, enfrentándose a unos ojos que conocía muy bien.

—Mi querido Hombre del espejo…

—Sabes que no me gusta que me llames así —protestó Iñaki, con un mohín divertido, que contrastaba con su fingido enojo—. ¿Has terminado tu ritual de despedida?

—Hay tantos recuerdos… —musitó Arantza a la vez que miraba hacia abajo, en un intento de proyectar su abatimiento hacia el suelo.

—Pero no te estás despidiendo de ellos, sino de las cosas. Los recuerdos no precisan de un objeto para darles consistencia. —Elevó su barbilla con cariño—. Están en ti, aguardando a los que vamos a crear a partir de ahora. Así que prepárate. No querrás recordar este día como el primero en el que no diste la bienvenida a la Señora de las fiestas, ¿verdad?

 

Llegaron en el mismo instante en el que Marijaia apareció en el balcón del Arriaga.

—Todo lo que tiene nombre existe… Tiene alma… —gritó Arantza para que sus palabras se elevaran sobre el  fragor del gentío y llegasen hasta ella. 

 Algunos creerán que tan solo fue una sombra, otros, que un juego de la mente por la euforia, pero Arantza sabía que ese sutil movimiento de la comisura de los labios de Marijaia era el despertar de su ánima. 



 

martes, 24 de agosto de 2021

Rise of peace






















La niña llora desde el filo
de un muro
que oculta la mirada
al horizonte.

La madre observa 
su ascenso hacia la incertidumbre
mientras las manos,
ajenas al tacto de su hija,
capitulan ante la fatiga de vivir
bajo la bandera del terror
y la ignorancia.

(Aeropuerto de Kabul. Afganistan 2021)

Transparente


Ojos verdes de niña transparente.
Y rastros de un invierno
que no puede soñar.

Saira mira por la ventana desde un Kabul, envuelto en polvo y arena, que daña los ojos. Está sentada junto a su hija Arezo, de la que no se ha separado desde que ingresó en el hospital. La niña, por fin, se ha quedado dormida, extenuada de tanto vomitar por culpa del gas que había inhalado en la escuela.

Saira acaricia el cabello de su hija mientras Arezo repite en sueños: “Estaba en clase cuando me pareció oler una flor...”.
—Arezo, mi pequeña niña, —dice Saira desde el calabozo de tela en el que estaba encerrada— quise llamar a la esperanza con el nombre que elegí para ti. Has aprendido muy pronto que la vida no es justa, pero no te había advertido que, además, puede ser cruel. Tu único pecado es haber nacido mujer. Y en este país las mujeres comen dolor y beben lágrimas... Quise que tuvieras el futuro que a mí se me negó. Rogué a la vida que te entregara tus sueños. ¿Qué puedo decirte ahora que sientes que el intento es frenado por la vida, o por la muerte? Solo que son las dos caras de una misma moneda.

Saira rompe a llorar por ella, por Arezo. Y por su rostro ruedan lágrimas que nadie verá.