“…las alegrías y las tristezas vienen embozadas de una inmensa niebla
de pequeños incidentes. La vida es eso, la niebla”
(Miguel de Unamuno)
La niebla
Isabel se coloca las últimas
horquillas con las que sujetarse el pelo sobre la nuca. Se mira al espejo, “Cuando se es joven hay que prepararse para
gustar, a mi edad… para no desagradar…”, piensa mientras su reflejo le devuelve una sonrisa de
aprobación. Coge un abrigo, un bolso y sale, como cada día que el tiempo lo
permite, a dar una vuelta y desayunar en alguna cafetería.
Isabel camina sosegadamente por
el paseo que hay junto al Nervión,
admirando el reflejo de los edificios de una ciudad, Bilbao, que hasta hace
años ha vivido de espaldas a la ría, pero que, ahora, se contempla orgullosa en
sus aguas. Son las 10:30 cuando entra en un bar, se sienta en una de las mesas
y pide al camarero un café con leche y el periódico. Isabel adora el aroma del
café confundido con el de la tinta... Siempre le ha parecido que en ese ritual,
tan personal e íntimo, incluso las peores noticias pierden parte de su amargor.
Coge la taza humeante mientras pasa las páginas del diario, lentamente,
disfrutando del momento, hasta que llega a las necrológicas y una de ellas
llama su atención.
JUAN DE ARZUA SANTAOLALLA
Falleció en Bilbao, a los 93 años
de edad. Su familia y amigos ruegan una oración por su
alma.
Su mirada se escapa por encima
de las páginas hacia los grandes ventanales del bar. El contorno de los edificios,
calles, árboles… parece diluirse, como si retrocediera en el tiempo hasta el
año 1905. Año en el que, siendo ella niña, llegó a Bilbao junto a su madre,
viuda, con las maletas llenas de ilusiones y los bolsillos vacíos. Isabel
recuerda el bullicio de la ciudad, en plena efervescencia por la prosperidad
que había traído a la capital la apertura de los Altos Hornos, y la alegría de su madre, cargada de sueños, por
el futuro que auguraba para ambas. Pero todos
sus sueños retrocedieron, uno tras otro, antes de llegar a ninguna parte. Gentes
venidas de las provincias limítrofes deambulaban en busca de un trabajo y, para
una mujer sin estudios y con una hija pequeña a la que atender, era casi
imposible conseguirlo. Con los pocos ahorros que tenía alquilaron una habitación
en el casco viejo de la villa. Fue la dueña de la pensión, doña Margarita, la
que le indicó a su madre que acudiera al puerto y preguntara por un tal Juan de
Arzua, capataz del muelle y encargado de contratar a las sirgueras.
Los ojos de Isabel comienzan a
humedecerse al recordar la imagen, durante tanto tiempo repetida, de su madre
junto a otras mujeres arrastrando, a veces contracorriente, las gabarras por la margen derecha de la ría
con una cuerda ceñida a su cuerpo. Y es que, por entonces, los barcos de
cierto calado no podían pasar de Olabeaga, un barrio del extrarradio de la
ciudad, por lo que era necesario trasladar las mercancías en barcazas desde ese
punto hasta los muelles donde estaban situados los almacenes. Era trabajo más
apropiado para bueyes que para mujeres, pero justificado, como un mal menor y
necesario, para la prosperidad del
comercio.
“Juan de Arzua…
Se ruega una oración por su alma…” Isabel recuerda el olor a tabaco que impregnaba sus
ropas y el humo que envolvía su silueta, en una especie de halo enrarecido. Siempre con un puro en la
mano, encendido, incandescente, lanzando miradas desde lo alto del muelle a las
mujeres jóvenes. Cuantas se llevaron la inconsciente señal de su quemadura en
la piel… Incapaz de contener las
lágrimas, Isabel, Llora por todas ellas, que solo fueron una anotación borrosa,
a pie de página, del libro de la
Historia.
El dolor hace que Isabel vuelva
al presente. Una espesa niebla comienza a descender sobre Bilbao, como si todo
el humo acumulado en sus recuerdos, concentrado en un rincón de su memoria, de
repente se hubiera liberado.
La niebla densa, el humo del
tabaco.