Los ojos de Nahir sonríen
bajo el burka. Esa cárcel de tela que ella ha transformado en su espacio
íntimo, en el guardián de sus secretos. Pegado a su cuerpo, lleva un cuaderno
que ha comprado con las monedas que ha escatimado a su marido en las compras.
Nahir recuerda las palabras de su madre cuando le enseñaba a escribir por las
noches. “La educación te hará libre, mi niña…” y juntas
comenzaron a deletrear quimeras, a silabear ilusiones, a formular
esperanzas.
Pero todo cambió con la
muerte prematura de su madre. Nahir se convirtió en una carga para su otro progenitor, sobre todo, tras la toma del país por los
talibán, y no tardó en buscarle marido. Se llamaba Abass. Había sido
reclutado, entre los muchos huérfanos de la guerra, desarraigados y belicosos,
que moraban en los campos de refugiados de Pakistán, para convertirse en un
“soldado de Dios”. Se educó en sus madrazas y
pronto comenzó a destacar entre los guerreros de Alá. Nahir, lloró, imploró
piedad a su padre para evitar el matrimonio.
Pero todo fue en vano.
Solo Nahir sabe las veces
que deseó quitarse la vida, pero por
cobardía, o, quizás por llevarle la contraria a la realidad que se empeñada en
desautorizarla, no lo hacía. Se calzaba, cada mañana, unos zapatos especiales
para no hacer ruido, para no llamar la atención, y vivía en los sueños sin
necesidad de vivir.
Sus días transcurrían en
soledad, encerrada entre las paredes del hogar, del que solo salía para hacer
las compras y para acudir, una vez a la semana, al hammam. Pero ni siquiera
allí encontraba refugio y compañía. Cuando ella llegaba, la mayoría de las mujeres callaban, o
murmuraban a su espalda, pues temían que ella,
dada la posición de su marido, fuera una confidente. Tan solo Yamila se atrevía acercarse a ella.
Yamila era una mujer risueña
y valiente. Había trabajado durante años, como doctora, en el hospital de la
ciudad. Por culpa de las leyes dictadas por el nuevo régimen, en las que se
prohibía trabajar a las mujeres, tuvo que dejar de ejercer su profesión. Pero
eso nunca le impidió poner sus conocimientos a disposición de quienes los
necesitaran. Y creó, junto a otras mujeres, una red clandestina que atendía a
las mujeres sin recursos, dándoles apoyo económico y sanitario. Incluso comenzaron a impartir clases para que, al
menos, aprendieran a leer y a escribir. Yamila ofreció a Nahir inscribirse a
los cursillos, pero Nahir lo rechazó. No porque tuviera miedo de lo que pudiera
ocurrirle, sino porque temía que pudiera escapársele alguna información delante
de su marido y poner en peligro a Yamila. Si no sabía nada, nada podría contar.
Sin embargo, cuando Nahir supo que estaba embarazada cambió de idea. Nunca
hubiera deseado traer un niño a este mundo: cada noche rezaba para que no
ocurriera. Pero ni siquiera la naturaleza la dejó elegir. Pensó en abortar,
porque, además, en su fuero interno, sabía que sería una niña. Pero cuando
sintió los primeros movimientos dentro de ella, no pudo hacerlo.
Hoy Nahir camina decidida,
sin miedo, a tomar su primera clase. No sabe qué ocurrirá en el futuro. Pero es
la primera vez que siente que hay un horizonte más allá de lo que le enseña la
pequeña ventana de su burka.
Nahir acaricia su
vientre. “La educación te hará libre, mi niña… velaré porque sea así”