Su nombre era Nuk. Nació y creció en una pequeña aldea anclada en un profundo valle, al abrigo del gélido viento del norte. La nieve, reina y señora de esas tierras, hacía que la vida fuera dura, pero forjaba almas fuertes e indomables. Gentes recias y valientes que afrontaban las adversidades, generación tras generación, por y para la supervivencia de la tribu.
La resignación y la inmovilidad de su pueblo entraba en contradicción con el espíritu libre y aventurero de Nuk. Él anhelaba algo mejor para su clan, un lugar lejos de la nieve y del terrible frío que mataba a los ancianos y a los niños.
Subía a las altas montañas y el horizonte le devolvía ecos de lejanos y exóticos países. Caminaba hacía los cuatro puntos cardinales, navegaba acompañado por la rosa de los vientos...pero una fuerza invisible lo envolvía todo impidiendo su camino al exterior.
-No eres el primero que lo intenta - le advirtió el más anciano de la tribu - ...otros antes que tú toparon con la misteriosa pared de cristal que nos mantiene aislados del exterior. Utilizaron la magia, la fuerza del fuego, el ímpetu del agua...mas todo fue baldío.
-Yo sé que el final se aproxima, he tenido un sueño, añadió Nuk. La tierra temblará, lo que está arriba quedará abajo y tras un gran estruendo, la barrera se romperá dándonos la libertad.
Pasaron los días, los meses, hasta que llegó un extraño día en el que el sol no prestó su claridad al nuevo día. Una luz mortecina iluminó la aldea y como predijo Nuk, la tierra comenzó a temblar. Tras unos minutos de intenso movimiento, se produjo un estruendo y, finalmente, una cálida brisa...
-¡Mamá, mamá!...el gato ha tirado la bola de cristal que trajiste de Laponia.