
Georgina se despertó sobresaltada, con el
malestar propio de quién acaba de salir de una pesadilla. Intentó levantarse,
pero una cadena mantenía su pie sujeto a un camastro. Alterada y confusa, miró
a su alrededor. La habitación era reducida, apenas iluminada por un pequeño
tragaluz. El papel pintado se había resquebrajado y
mostraba la pared desnuda y descolorida por el paso del tiempo. El único mueble que había en la estancia, aparte de
la cama, era una vieja mecedora que se balanceaba lentamente. Crick, crack, crick… Se sentía aturdida. No sabía dónde estaba, ni
comprendía cómo había llegado hasta allí. Temía que el terror le hiciera perder
la perspectiva y se concedió unos instantes para ordenar sus ideas. Sus labios
se contrajeron al apreciar un sabor
amargo en la boca y, de repente, lo recordó todo. La salida de la cafetería
donde trabajaba como camarera, el camino hacia casa cruzando el parque, la silueta
que la observaba desde la espesura, su intento de huida y el tacto de un
pañuelo impregnado en cloroformo sobre su rostro.
Se escucharon unos pasos y Georgina se encogió
sobre el colchón, abrazándose a sí misma. El pomo giró y la puerta se abrió con
un lastimero chirrido. Un hombre, con un cuaderno en la mano, entró y se sentó
en la mecedora. Tras mirarla con intensidad, sacó un carboncillo del bolsillo
interior de la chaqueta y comenzó a dibujar. La luz que penetraba por la
claraboya incidía sobre él, permitiendo a Georgina observar su fisonomía.
Inmediatamente le vino a la mente su presencia, casi diaria, en una de las
mesas del comedor. Evocó su modo de hablar monótono, sin matices afectivos y su
mirada inquisitiva.
—Yo… yo te conozco —dijo Georgina, mientras
sentía el corazón palpitando en sus sienes—. Déjame marchar, te lo suplico
Las lágrimas comenzaron a rodar por su semblante,
mientras él, impasible, continuaba pintando sobre el papel. Todo a su alrededor
parecía haberse detenido, excepto su mano que
se movía como si tuviera voluntad propia.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —gritó desesperada
Georgina
El hombre, regresando de la concentración, se
levantó como un resorte. En sus ojos brillaba una furia contenida.
—Quiero comprender —dijo, lanzando la libreta al
suelo, antes de salir de la habitación.
Georgina se estiró hasta lograr alcanzarlo. Como
si cada lámina fuese un espejo, se vio retratada con diversos gestos:
sonriente, pensativa, preocupada, triste o aterrada.
******
El miedo de Georgina se amortiguó con el paso de
los días. A través de las escuetas conversaciones que mantuvo con
Arthur, así era como dijo llamarse el hombre, Georgina intuyó que padecía un
trastorno que limitaba su capacidad para identificar y expresar emociones. Confusión
de sentimientos que, además de impedirle mantener relaciones interpersonales,
por falta de empatía, le llevaba a somatizar su estado emocional en dolor
físico.
Entender
cómo funcionaba la inteligencia emocional en los demás se había transformado en
una obsesión para Arthur. Y en ese camino hacia la comprensión Georgina se había
convertido en su ratón de laboratorio. Cada jornada, al anochecer, esbozaba sobre
las cuartillas cada uno de sus gestos, ademanes y expresiones de su cuerpo.
Pero, además, necesitaba que Georgina le
explicase cómo se sentía cuando estaba triste, alegre, preocupada… Ella era consciente de que su vida pendía de
un hilo cada noche, pero también de
que mientras tuviera una historia que contar, como Sherezade, vería amanecer un día más.
Esa
dependencia que sentía por ella hizo que se sintiera fuerte y la animó a pensar
que tal vez podría escapar. Ya no la ataba con la cadena e incluso la permitía
abandonar el cuarto durante unas horas. Solo tenía que esperar el momento
adecuado. Y en una de esas salidas, mientras Arthur se giró para atender una
llamada de teléfono, Georgina cogió unas tijeras que había sobre la mesa y se
las clavó en la espalda. Arthur se deslizó hacia el suelo, mientras sus
pulmones hacían esfuerzos por llenarse. Su rostro se contrajo en un gesto de
terror.
—¿Esto
es miedo? —preguntó con ojos suplicantes.
Georgina
no contestó.