La niebla, perezosa, se quedaba prendida
en las ramas más altas de los árboles mientras el sol, como un experto pintor, perfilaba
el paisaje, coloreando cada hoja, cada flor… cada piedra que bordeaba el arroyo
de aguas tranquilas y transparentes. Todo salvo un sendero en el que las ramas
de los árboles se entrecruzaban y formaban una galería fresca y protegida del
viento.
Allí, en lo más profundo del bosque, hacía
muchos, muchos, años, se instalaron dos abejas, que, por razones que no vienen
al cuento, fueron expulsadas de su colmena. Pero estas abejas no estuvieron
mucho tiempo solas. Un día apareció una hormiga desorientada, dos días después,
una araña que siempre se hacía una maraña con el hilo y al cabo de tres
semanas, un escarabajo preguntón.
No había insecto, grande ni pequeño, que
no fuera acogido en el grupo, porque entendían que esas diferencias
—consideradas defectos en sus lugares de origen y fuente de burla en muchos
casos— les convertían en seres especiales y con grandes cualidades para superar
obstáculos. Y fue tal la fama que adquirió la amabilidad de sus integrantes,
que llegaron insectos de los territorios más recónditos de la Tierra, creando
una alegre aldea a la que pusieron el nombre de Prosperidad.
DIN, DON, DAN…
Las campanas del ayuntamiento comenzaron
a sonar mientras se escuchaba la voz del alcalde que, a través de la megafonía,
invitaba a todos los vecinos de
Prosperidad a estrenar el nuevo día.
Lori, la abeja más pequeña de la colmena
saltó de la cama, y en un tris tras, revoloteó sobre las cabezas de sus
hermanas mayores, incitándolas a levantarse y creando un gran alboroto.
Por favor, Lori, déjame en paz —dijo una
de ellas lanzándole la almohada.
—Cinco minutos más… —pidió otra
somnolienta.
—Nooooo… Hoy es el último día de clase y hay fiesta. ¿Os habéis
olvidado? —replicó Lori excitada.
Al ver que sus hermanas no reaccionaban,
Lori se encogió de hombros y bajó corriendo las escaleras. Cuando estaba a
punto de abrir la puerta de la calle, sintió una mano sobre su hombro.
—¿A dónde crees que vas, jovencita?
—Maaaaami —exclamó Lori, lanzándose a
los brazos de su madre—. Me voy corriendo al cole.
—¿Sin desayunar?
—Es que… no tengo hambre. Y no quiero
llegar tarde.
Lori guardó silencio
al ver el gesto severo de su madre y la siguió hasta la cocina.
—Un
buen desayuno es importante para poder rendir en la jornada —advirtió su madre
mientras Lori, a regañadientes, extendía miel en una rebanada de pan—.Y date
prisa que han venido a buscarte. —añadió, señalando hacia el jardín que se veía
tras la ventana.
Lori
miró por el cristal y vio a Cecé, el saltamontes, que la esperaba impaciente, recorriendo
de un extremo al otro la vereda. De un trago se bebió la leche y casi se atragantó
al comer rápido la tostada. Su madre le dio unas palmaditas en la espalda para
que se le pasara y, finalmente, con un sonoro beso, la dejó marchar.
—Buenos días, Cecé.
—Hola, Lori. ¿Lista para ganar?
Lori
y Cecé iban a participar en la carrera por parejas. Nadie quería correr con
Cecé porque era un poco patoso. Pero eso a ella no le importaba, porque Cecé
era su mejor amigo.
—Claro… —respondió Lori, aunque no muy
convencida.
Entraron en el colegio y se sentaron, junto a los demás alumnos, frente al
escenario que había en el patio, al amparo de un gran magnolio que les daba
sombra. Aplaudieron contentos ante la entrada de Marcus, el ciempiés
malabarista. Si ya es fascinante observar las evoluciones de un malabarista
normal, imaginaos lo que puede hacer uno con noventa y ocho manos. Era
asombroso, casi hipnótico, ver centenares de pelotas de colores girando en el
aire, sin que chocaran las unas con las otras.
Marcus aumentó la velocidad de los lanzamientos, hasta que se formó un
arcoiris que, de repente, estalló en mil pedazos, transformándose en confetis
de todos los colores: azul, rosa, violeta…
Tras
la actuación de Marcus, salió a escena la araña Anacleta. ¿Recordáis la araña
que siempre se hacía una maraña con el hilo? Pues Anacleta era su tátara, tátara,
tataranieta y había heredado sus mismas facultades. No había manera de que
tejiera una telaraña en condiciones. Sin embargo, bebiendo zumo de frambuesa
obtenía un hilo rojo y brillante con el que hizo unas narices de payaso, que
repartió entre los asistentes. Y comiendo pasteles, una enorme bola de algodón
de azúcar, que hizo las delicias de los más golosos.
Cuando
terminó el espectáculo, todos se dirigieron a la pista de atletismo, donde
tendrían lugar las olimpiadas escolares, que constaban de tres pruebas: carrera
de parejas, lanzamiento de peso y salto de vallas. Lori y Cecé se pusieron al
lado de sus compañeros en la línea de salida. La maestra, con unos lazos, fue
atando, de dos en dos, los tobillos de los participantes. Cuando comprobó que
todas las parejas estaban unidas, levantó el brazo y…
—¡Ya!
Los competidores comenzaron a correr,
acompasando sus pasos para no tropezar. Lori y Cecé lo tenían un poco
más complicado porque, como sabéis, los saltamontes se mueven dando saltos y es
difícil seguir ese ritmo para una abeja de patitas cortas. Sin embargo, ellos
tenían una estrategia preparada: Cecé daría un gran salto y Lori aprovecharía
la fuerza del impulso para volar lo más
rápido posible. Así que, según lo acordado, Cecé se inclinó para dar un
supermegasalto pero se pisó el cordón de las zapatillas y… ¡¡¡PATAPLAF!!! Cayó
de bruces en un charco de barro.
Lori desató la lazada que le unía a su amigo para
comprobar que estaba bien. Suspiró aliviada al comprobar que no tenía ningún rasguño.
Era su orgullo el que estaba más dañado. «Hemos
perdido por mi culpa», repetía, una y otra vez, mientras se enjugaba las
lágrimas. Lori tenía que idear algo para no
verle así de triste. Y piensa que te piensa, de repente, comenzó a rodar por el
barro sin dejar de agitar las piernas y los brazos.
—Mira,
Cecé, soy una abeja de chocolate —dijo a la vez que lanzaba una bola de barro,
que le dio en la barriga.
—Ahora
verás…—amenazó Cecé, tirándose en plancha de nuevo al charco.
Poco
a poco, se unieron a ellos más y más compañeros. Las bolas de barro volaban de
un lado para otro, en una guerra de lodo, divertida y sin heridos. Incluso los profesores,
con Don Gil, el orondo y lirondo director a la cabeza, terminaron embarrados
hasta las cejas, olvidando la carrera. ¿Qué importaba ganar o perder? En
Prosperidad no había mayor triunfo que conseguir la sonrisa de un amigo.
Y
colorín colorado, este cuento no acabará hasta que no lo hayáis dibujado.