miércoles, 14 de agosto de 2019

Un cuento sin fin


La niebla, perezosa, se quedaba prendida en las ramas más altas de los árboles mientras el sol, como un experto pintor, perfilaba el paisaje, coloreando cada hoja, cada flor… cada piedra que bordeaba el arroyo de aguas tranquilas y transparentes. Todo salvo un sendero en el que las ramas de los árboles se entrecruzaban y formaban una galería fresca y protegida del viento.
Allí, en lo más profundo del bosque, hacía muchos, muchos, años, se instalaron dos abejas, que, por razones que no vienen al cuento, fueron expulsadas de su colmena. Pero estas abejas no estuvieron mucho tiempo solas. Un día apareció una hormiga desorientada, dos días después, una araña que siempre se hacía una maraña con el hilo y al cabo de tres semanas,  un escarabajo preguntón.  
No había insecto, grande ni pequeño, que no fuera acogido en el grupo, porque entendían que esas diferencias —consideradas defectos en sus lugares de origen y fuente de burla en muchos casos— les convertían en seres especiales y con grandes cualidades para superar obstáculos. Y fue tal la fama que adquirió la amabilidad de sus integrantes, que llegaron insectos de los territorios más recónditos de la Tierra, creando una alegre aldea a la que pusieron el nombre de Prosperidad.

DIN, DON, DAN…

Las campanas del ayuntamiento comenzaron a sonar mientras se escuchaba la voz del alcalde que, a través de la megafonía,  invitaba a todos los vecinos de Prosperidad a estrenar el  nuevo día.
Lori, la abeja más pequeña de la colmena saltó de la cama, y en un tris tras, revoloteó sobre las cabezas de sus hermanas mayores, incitándolas a levantarse y creando un gran alboroto.

Por favor, Lori, déjame en paz —dijo una de ellas lanzándole la almohada.
—Cinco minutos más… —pidió otra somnolienta.
—Nooooo… Hoy  es el último día de clase y hay fiesta. ¿Os habéis olvidado? —replicó Lori excitada.
Al ver que sus hermanas no reaccionaban, Lori se encogió de hombros y bajó corriendo las escaleras. Cuando estaba a punto de abrir la puerta de la calle, sintió una mano sobre su hombro.
—¿A dónde crees que vas, jovencita?
—Maaaaami —exclamó Lori, lanzándose a los brazos de su madre—. Me voy corriendo al cole.
—¿Sin desayunar?
—Es que… no tengo hambre. Y no quiero llegar tarde.
Lori guardó silencio al ver el gesto severo de su madre y la siguió hasta la cocina.
—Un buen desayuno es importante para poder rendir en la jornada —advirtió su madre mientras Lori, a regañadientes, extendía miel en una rebanada de pan—.Y date prisa que han venido a buscarte. —añadió, señalando hacia el jardín que se veía tras la ventana.
Lori miró por el cristal y vio a Cecé, el saltamontes, que la esperaba impaciente, recorriendo de un extremo al otro la vereda. De un trago se bebió la leche y casi se atragantó al comer rápido la tostada. Su madre le dio unas palmaditas en la espalda para que se le pasara y, finalmente, con un sonoro beso, la dejó marchar.   
—Buenos días, Cecé.
—Hola, Lori. ¿Lista para ganar?
Lori y Cecé iban a participar en la carrera por parejas. Nadie quería correr con Cecé porque era un poco patoso. Pero eso a ella no le importaba, porque Cecé era su mejor amigo. 
—Claro… —respondió Lori, aunque no muy convencida.

Entraron en el colegio y se sentaron, junto a los demás alumnos, frente al escenario que había en el patio, al amparo de un gran magnolio que les daba sombra. Aplaudieron contentos ante la entrada de Marcus, el ciempiés malabarista. Si ya es fascinante observar las evoluciones de un malabarista normal, imaginaos lo que puede hacer uno con noventa y ocho manos. Era asombroso, casi hipnótico, ver centenares de pelotas de colores girando en el aire, sin que chocaran las unas con las otras.  Marcus aumentó la velocidad de los lanzamientos, hasta que se formó un arcoiris que, de repente, estalló en mil pedazos, transformándose en confetis de todos los colores: azul, rosa, violeta…
Tras la actuación de Marcus, salió a escena la araña Anacleta. ¿Recordáis la araña que siempre se hacía una maraña con el hilo? Pues Anacleta era su tátara, tátara, tataranieta y había heredado sus mismas facultades. No había manera de que tejiera una telaraña en condiciones. Sin embargo, bebiendo zumo de frambuesa obtenía un hilo rojo y brillante con el que hizo unas narices de payaso, que repartió entre los asistentes. Y comiendo pasteles, una enorme bola de algodón de azúcar, que hizo las delicias de los más golosos.


Cuando terminó el espectáculo, todos se dirigieron a la pista de atletismo, donde tendrían lugar las olimpiadas escolares, que constaban de tres pruebas: carrera de parejas, lanzamiento de peso y salto de vallas. Lori y Cecé se pusieron al lado de sus compañeros en la línea de salida. La maestra, con unos lazos, fue atando, de dos en dos, los tobillos de los participantes. Cuando comprobó que todas las parejas estaban unidas, levantó el brazo y…
—¡Ya!                                                                                 
Los competidores comenzaron a correr,  acompasando sus pasos para no tropezar. Lori y Cecé lo tenían un poco más complicado porque, como sabéis, los saltamontes se mueven dando saltos y es difícil seguir ese ritmo para una abeja de patitas cortas. Sin embargo, ellos tenían una estrategia preparada: Cecé daría un gran salto y Lori aprovecharía la fuerza del  impulso para volar lo más rápido posible. Así que, según lo acordado, Cecé se inclinó para dar un supermegasalto pero se pisó el cordón de las zapatillas y… ¡¡¡PATAPLAF!!! Cayó de bruces en un charco de barro.
 Lori desató la lazada que le unía a su amigo para comprobar que estaba bien. Suspiró aliviada al comprobar que no tenía ningún rasguño. Era su orgullo el que estaba más dañado. «Hemos perdido por mi culpa», repetía, una y otra vez, mientras se enjugaba las lágrimas. Lori tenía que idear algo para no verle así de triste. Y piensa que te piensa, de repente, comenzó a rodar por el barro sin dejar de agitar las piernas y los brazos.
—Mira, Cecé, soy una abeja de chocolate —dijo a la vez que lanzaba una bola de barro, que le dio en la barriga.
—Ahora verás…—amenazó Cecé, tirándose en plancha de nuevo al  charco.
Poco a poco, se unieron a ellos más y más compañeros. Las bolas de barro volaban de un lado para otro, en una guerra de lodo, divertida y sin heridos. Incluso los profesores, con Don Gil, el orondo y lirondo director a la cabeza, terminaron embarrados hasta las cejas, olvidando la carrera. ¿Qué importaba ganar o perder? En Prosperidad no había mayor triunfo que conseguir la sonrisa de un amigo.

Y colorín colorado, este cuento no acabará hasta que no lo hayáis  dibujado.