domingo, 13 de octubre de 2013

ZORTZIKO *


















«Buscando hacer fortuna, como emigrante, se fue a otras tierras... y, entre las mozas, una quedó llorando por su querer…». 

Suena una canción en la radio. Sin poder evitar que asomen las lágrimas, me siento al lado del  transistor para escucharla. Ainara, mi nieta, deja un momento sus muñecas y se acerca a mí.
-—Aitite, ¿vas a llorar? - dice al ver mis ojos.
—No es nada, hija, es esta canción, que siempre me pone triste…
—¿Es de tu tierra? ¿La echas de menos?
— No, cielo, es que… ven, siéntate aquí,  voy a contarte una historia.

Ainara, cuando llegamos a Buenos Aires, escapando de la guerra, yo apenas tenía un año más que tú. Mis padres, a pesar de la tristeza que albergaban en sus corazones, consiguieron que mi mundo infantil no se desmoronara del todo. Y convirtieron nuestra huida en un viaje atrayente y exótico. Todavía recuerdo las sensaciones de los primeros días… Te resultará ridículo, pero durante días no dejé de pestañear. Como si de esa manera,  lograra capturar cada una de las imágenes que se desplegaban ante mí. 
Fueron días en los que, para mí, el mero hecho de salir a la calle ya era una aventura. Sobre todo, cuando me escapaba al barrio de La Boca. Me gustaba pasear por sus calles con casas de distintos colores, anacrónicas, pero a la vez enigmáticas como un puzle que tuviera que completar. No entendía el habla de los emigrantes italianos que vivían allí, pero las sensaciones de sus rostros no me eran ajenas. Sorpresa, soledad, nostalgia... Y, en el fondo de cada mirada, una luz de esperanza. Entre esa alegría y algarabía que  se veía y escuchaba en sus bares, llena de canciones y sonidos porteños, me sentía como en casa.
Un día, mientras estaba sentado junto al Río de La Plata, me llegó el sonido de una canción que conocía. «Ya llego al caserío. Voy a volverla a ver. No sale a recibirme, ¿qué es lo que pudo ser?»La voz salía de un pequeño bar en el  puerto. Abrí la puerta y, con miedo a ser visto por el dueño del local, entré sigilosamente y me escondí tras una columna que quedaba en penumbra. Desde mi escondite vi la figura de un hombre sentado en una mesa frente a una botella de anís. Su voz, grave y desgarrada, rompía la quietud reinante.  Parecía que las palabras se elevaban hacia el techo envueltas en la neblina azulada del humo de  su cigarro. «Maitetxu mía, muero al vivir sin ti»Con la última nota su cuerpo se derrumbó sobre la mesa. Durante unos minutos, que a mí me parecieron eternos, no movió ni un solo músculo. Pensé que quizás le  había pasado algo  y me acerqué a él. De repente, levantó la cabeza y clavó sus ojos en mí.
—¿Qué es lo que miras? –me dijo en un tono bronco y áspero.
—Yo… Entré al escucharle cantar… y luego… pensé que quizás le ocurría algo… –le contesté asustado.
—Tu acento… Eres vasco, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?
—Mikel
Y continuó haciéndome preguntas. Quiénes eran mis padres, dónde vivíamos… Con cada pregunta su tono iba dulcificándose. Incluso conseguí arrancarle una sonrisa con alguna de las anécdotas que le conté. El tiempo pasó rápido en su compañía. Me despedí,  no sin antes conseguir que me permitiera visitarle al día siguiente. Sentía curiosidad por conocer su historia. Luego, alargó la mano, y mientras me daba un fuerte apretón, a modo de confirmación, me dijo su nombre, Antton Goñi.

Así fue como supe que Antton animado por las noticias de otros paisanos que habían emigrado a América, decidió ir tras sus huellas y probar fortuna. El viaje fue terrible, según me contó. Sin apenas comida ni agua, pero nada pudo con su ánimo porque era consciente de que, tras esa angustiosa travesía, llegaría a la maravillosa Argentina… a su tierra prometida. Allí  comenzó a trabajar como pastor y, cuando tuvo algo de dinero ahorrado, compró sus primeras cabezas de ganado. Antton se forjó una buena reputación gracias a los productos derivados de sus ovejas. Su vida era un ejemplo de esfuerzo y superación, una existencia acomodada y aparentemente feliz.  Sin embrago, yo no podía olvidar la imagen, triste y derrotada, que contemplé cuando le conocí.
—Antton, el día que te vi por primera vez… —me atreví a decirle un día.
—Mikel, -me dijo Antton sin dejar que terminara la frase- a veces, cuando crees que la vida es suave y cálida, aparece la mala suerte, y te atrapa en una jaula de la que ya no puedes salir. ¿Recuerdas la letra de la canción que cantaba?... Yo era ese joven… Aquel que regresó a España solo para contemplar como sus sueños se desvanecían ante la tumba de su amada
—¿La compusiste tú?
—No. Para mi desgracia, estando ebrio, le conté lo ocurrido a un hombre que se sentó a mi lado en un bar de Fuenterrabía. Dijo llamarse Francisco Alonso y me pidió permiso para componer una canción. Yo, en el estado en el que me encontraba, no era consciente de lo que realmente le contaba.  Le dije que hiciera lo que quisiera  y me dejara en paz.

Pero Antton no volvió a encontrar la paz, Ainara. El espíritu de Maite le acompañó durante toda su vida. Y su voz, llamándole, suplicándole que regresara, se volvió, a medida que escuchaba la canción, cada vez más nítida en su cabeza. Hasta que su pobre corazón no pudo soportarlo más.


— No estés triste, aitite...  Antón y Maite por fin están juntos en esa canción.





El zortziko es y ha sido considerado, generalmente, como uno de los rasgos más emblemáticos —si no el mayor— de la música vasca. Desde las obras de Iparraguirre hasta el Maitetxu mía, pocos son los músicos del país que no haya utilizado alguna vez sus cinco mágicas corcheas.