La primera vez que atravesó la terminal de autobuses fue un refugio donde guarecerse de la lluvia, nada más.
Los días dieron paso a las semanas, las semanas a los meses y el paso por la terminal se convirtió en uno de los tramos favoritos en su ruta diaria. Podía cambiar de itinerario pero se sentía atraída por aquel lugar, aquella antesala donde bullía la vida de la ciudad. El ritmo de sus pasos descendía mientras cruzaba y lentamente disfrutaba de lo que sus ojos le mostraban.
Los colores de la ciudad vestían y adornaban sus bancos, azul los días de fiesta, rojo y blanco durante los partidos y completamente negro tras algún concierto.
Distintas pieles, razas, culturas, diferentes formas de ver la vida...Imaginaba extrañas y sugerentes historias escondidas tras cada mirada.
Allí se mezclaban los largos recorridos con las distancias cortas, la alegría por el reencuentro con las tristes despedidas, las ilusiones y proyectos de los estudiantes con la serenidad y la nostalgia de los ancianos.
Maletas de diseño, mochilas, carteras de ejecutivo, bolsas de compra y sillas de bebé. Preocupaciones, anhelos, esperanzas, miedos, deseos...y sueños.
Caminaba de puntillas, para no rescatar de sus sueños a quienes tomaban la terminal como habitación improvisada. El descanso del guerrero tras la batalla continua de la vida, mientras a sus pies, gorriones y palomas se disputaban la comida desperdigada.
Le gustaba ese microcosmos. Lo único que anhelaba era disponer de más tiempo para acercarse a los cientos, miles de vidas que momentáneamente convivían allí. Saborear sus historias, aprender, compartir, reír, llorar...con ellos.
Con esos extraños que cada día se dispersaban hacía su destino.