Rosa
era un ser especial. Jamás, desde que el destino me puso en su camino, escuché
de su boca una mala palabra, ni la vi un mal gesto. Ni siquiera cuando los
transeúntes daban una patada a su platillo o la miraban con desprecio. «No te enfades con ellos,
compañero», me decía mientras
me acariciaba el pelo, «no
saben que lo esencial es invisible a los ojos». Y continuaba su camino sonriendo, empujando su
carrito en el que llevaba todas sus pertenencias.
Hoy,
mientras me trasladaban a la perrera, vi como la ambulancia se llevaba su
cuerpo. Rosa abandonó esté mundo de la misma manera que vivió, en silencio, con
los ojos cerrados y el corazón abierto.