«Allí donde el pensamiento tiene miedo, la música piensa»
……………………………………………....……(Pascal
Quignard)
El espejo
Ha comenzado a llover en Varsovia. Los edificios del gueto judío se proyectan
en los charcos acrecentando la sensación de abandono y suciedad. Desde la
ventana de un edifico de la calle Sienna, Ishmael mira por encima del muro
coronado de alambradas que le separa del resto de la ciudad. Empuja su alma más
allá de la cerca, inventando pasos imaginarios hacia esa otra ciudad, invisible
que solo existe en su recuerdo. Y la llena de rostros, manos... de vidas que ya
no existen, pero que él afirma con su presencia. Allí están sus padres, su
hermana pequeña Judith, su familia... y
también su mejor amigo, Aarón.
—Ishmael,
ven a desayunar. Es hora de ir al colegio.
La voz de su tía Hannah le
saca de sus ensoñaciones. Ishmael termina de vestirse, abre el cajón de una
cómoda vieja y deslucida, saca un brazalete con la estrella de David, y se
dirige al comedor. Sobre la mesa está preparado el desayuno: un tazón de leche
y un bollo de pan seco. Ishmael da un beso a su tía y se sienta a desayunar en
silencio. Desde la habitación contigua llegan los acordes del Preludio Nº
1 de Bach, la pieza favorita de su abuelo y la que le consagró como concertista
cuando era reconocido y alabado, incluso, por los que ahora le dan la espalda.
Ishmael se levanta. Abre la puerta con cuidado, pues no quiere molestar a su
abuelo, pero el sonido de los goznes delata su presencia.
—Buenos días, pequeño.
—Hola abuelito…
—¿Quieres tocar un poco el
chelo?
—Claro,
sí... -dice Ishmael sonriendo.
El chelo es casi tan grande
como el niño y parece mentira que pueda sostenerlo. Sin embargo, de pie,
sujetándolo con su cuerpo, comienza a tocar, pulsando directamente las cuerdas
con los dedos, un pizzicato. El abuelo asiente con cada pulsación, y, una vez
finalizada la pieza, le da el arco.
—Y ahora, Ishmael, escucha la música. Piensa que la música es
como un espejo. Solo si sabes escuchar, incluso el silencio final sostenido en
el aire, serás capaz de traspasarlo.
Ishmael
comienza mover una mano de arriba abajo del diapasón, mientras, con la otra,
mueve el arco con una destreza increíble para un niño de su edad. En ese
momento, Hannah irrumpe asustada.
—Padre, los soldados... Están entrando en la casa, sacando a
los vecinos a la calle…
Hannah no tiene tiempo de
terminar la frase. De un golpe los soldados derriban la puerta y entran en la
vivienda. El odio que desprenden golpea todo lo que encuentra a su paso:
cuadros, muebles, fotos… Un soldado, apenas un adolescente, empuja al abuelo
con violencia y le tira al suelo. Hannah
intenta protestar, pero su voz se quiebra y se hace añicos. En la calle, junto
al resto de los vecinos, les obligan a montar en un camión y les llevan a un
apeadero en el que esperan dos trenes, uno para los hombres y otro para las
mujeres y los niños.
—Abuelito,
no quiero separarme de ti…
—Ishmael, prométeme que pase
lo que pase intentarás resistir. No te preocupes por mí, yo sobreviviré, porque
la música siempre sobrevive… además, a esas fieras sin corazón, les gusta
escucharla. Volveremos a estar juntos.
—Pero no
llevas el chelo, lo necesitarás… voy a buscarlo.
Ihsmael no oye las palabras
del abuelo intentando evitar que lo haga. Milagrosamente, sortea la vigilancia
de los soldados, llega a casa y coge el chelo. Ata un cinturón al diapasón y se
lo cuelga a la espalda. Al salir del portal ve que, de nuevo, se acercan los
soldados. Se esconde en un viejo almacén y no se atreve a salir hasta que no
escucha ningún ruido fuera. Casi ha anochecido cuando cruza las calles lo más
rápidamente que puede. Cuando finalmente logra llegar al andén los trenes han
partido hacia su destino. Ishmael, desolado, no sabe qué hacer. Entonces
recuerda las últimas palabras de su abuelo. “Yo sobreviviré, porque la
música siempre sobrevive”
Ishmael, decidido a entregar el chelo a su abuelo, comienza a caminar siguiendo
la línea de las vías del tren.
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Falta
media hora para que comience la nueva temporada de la orquesta sinfónica de
Varsovia, con el estreno de una nueva sinfonía titulada “El espejo”. El
auditorio del Teatro Nacional está lleno. El público irrumpe en aplausos cuando
entra en escena el autor de la composición que, además, será el que ejecute el
solo de violonchelo. Ishmael Katz se sienta en el centro del escenario y
observa a un hombre con la carga física de los muchos años de su existencia
sentado en la primera fila, y que mira al vacío como si estuviera ausente. Las
notas, poco a poco, se adueñan del espacio y parecen sacar al anciano de la
nada en la que habita desde que, pese a todo, pudo sobrevivir al horror del
exterminio. Ishmael le mira y siente que esboza una leve sonrisa.