Nueva York se había despertado con la noticia de la
desaparición de Ted Blackwell, afamado bróker y experto bursátil, en extrañas
circunstancias.
Desde que, con
catorce años, Ted vio la película Wall
Street, tuvo claro que su meta en la vida era la de convertirse en el mejor
agente de bolsa. Quedó deslumbrado por ese mundo de lujo y placeres,
inalcanzables para él, que mostraban los fotogramas. No pararía ante nada ni
nadie. Como decía Gekko, personaje interpretado por Michael Douglas: «La
codicia… es buena, es necesaria y funciona. »
Recién acabada su
carrera de Económicas, comenzó a trabajar en IGNDO, una acreditada agencia de
valores, como analista. Pero tras años de duro trabajo y sin posibilidad de ascender, decidió
abandonar la empresa y ofertarse como agente por cuenta propia. Estaba harto de
realizar estudios sobre compañías, visitar empresas, hacer análisis económicos…
aportar clientes para que esos ladrones con mocasines, como él los llamaba, se llevaran el mérito y el dinero.
Los inicios no
fueron tan fáciles como creía. Se vio
inmerso en un círculo vicioso del que no sabía cómo salir. Sin una cartera de
clientes importantes era imposible obtener crédito y prestigio. Y sin prestigio
nunca lograría la confianza de inversores. Estuvo a punto de tirar la toalla
hasta que Liam D' Angelo se cruzó en
su vida y le abrió el camino hacia la cima de Wall Street.
Liam
D' Angelo era un mafioso que precisaba blanquear el dinero obtenido de la
prostitución y las drogas. No podía recurrir a los bancos de inversión
convencionales, muy regulados tras algunos escándalos relacionados con la
manipulación de cotizaciones. Y acudió a Ted, un auténtico desconocido en el
mundo financiero pero que parecía conocer resquicios legales beneficiosos para
sus intereses. La asociación entre ambos fue buena. Las inversiones eran
arriesgadas pero con muy buenos dividendos. Ted era brillante y con unos
nervios de acero que le ayudaban a soportar la presión de las subidas y bajadas
de la bolsa. Poco a poco fue ganado popularidad y clientes. Se sentía
importante, poderoso. Con solo pulsar una tecla del ordenador podía hacer ganar
a sus clientes millones… o perder, que fue lo que finalmente ocurrió.
Los
inversores le denunciaron por mala praxis, pero Liam D' Angelo fue más allá y
le amenazó de muerte si no le devolvía su dinero. Ted temió por su vida. La
única salida que se le ocurrió fue
contarle a la policía la verdad de todo lo que sabía sobre las actividades de
D' Angelo. A cambio, el fiscal le prometió inmunidad y una nueva vida como
testigo protegido. Pero cuando la patrulla fue recogerlo para ir al juzgado no
lo encontró.
Una amarga carcajada rompió el
silencio del desierto. A dos metros bajo tierra, enterrado en un ataúd, Ted Blackwell
aceptó su destino. De nada servía golpear, arañar la madera ni gritar… Lo había
intentado todo. Apenas le quedaba aire para respirar. Ted era consciente, en su
delirio, de que su final estaba próximo.
«No
si en el fondo la cosa tiene su gracia. Jajaja… Como encuentre en el Más Allá,
a aquel que dijo eso de que la verdad
nos hace libres, me va a escuchar.»
Irónico desenlace. Me pregunto en qué momento los cuentos dejaron de considerarse una guía ética para la sociedad; me lo pregunto en un tiempo en el que incluso los más jóvenes comprenden que el oportunismo, la picaresca y el vacilar a los demás es sinónimo de éxito, prestigio y respeto. Le daré alas a esta historia por si sirve de algo.
ResponderEliminarUn abrazo y felicidades por tu libro.
Quizás me confunda, Esther, pero continúo creyendo en la vigencia de la cuentos y en el uso que se está dando para fomentar valores positivos. El problema es que le ha salido un enemigo muy significativo, la televisión, que crea ídolos mediáticos que demeritan el trabajo, el esfuerzo, la capacidad intelectual, la lucha, la solidaridad y el compromiso social. Y lo que es peor, con nuestro consentimiento.
EliminarGracias por compartir la alegría de la publicación del libro. En compañía siempre sabe mejor ;-)
Besos y muchos abrazos