Ángela, quizás influida por las historias que le
contaba su abuelo de pequeña, sentía una aversión, casi patológica, por los
laberintos. Él le explicaba que la vida era como un laberinto, en el que las
decisiones tomadas la llevarían hasta sus sueños o hacia calles sin salidas. Y
como ejemplo siempre le contaba cuentos de espíritus atrapados, de seres
aislados en el centro de la nada, incapaces de superarse ante la falta de
referencias.
“Tienes que desarrollar la intuición y estar atenta a las pistas que hay en
el camino. “ Las palabras de
su abuelo resonaban en su cabeza. No sabía cómo había llegado allí. Ángela solo
recordaba escuchar una voz, penetrante, sugestiva, antes de que los contornos
de la habitación se diluyeran para dar paso a una espesura verde que delimitaba
su horizonte. Mirara a donde mirara, solo había paredes que parecían
estrecharse a medida que caminaba. La maraña de hiedra que descendía por
los muros entorpecía sus pasos al engancharse en sus pies. El sol descendía alargando
las sombras, haciendo que el pasadizo pareciera más lúgubre y hermético. Pronto
llegaría la noche, la oscuridad total, y ella se quedaría atrapada dentro
de su propia pesadilla. Su corazón comenzó a latir con intensidad. Sentía que
le faltaba el aire.
“La habilidad para controlar tu destino está en ti”
— Sí, abuelo, pero hasta
Teseo tuvo la ayuda de Ariadna. Tengo que serenarme. Esto es solo un sueño,
nada malo puede pasarme. Pronto me despertaré.
De repente, apareció una puerta frente a
ella. Estaba muy dura. Los goznes parecían oxidados. Tiró con fuerza y
consiguió que se abriera un poco, lo justo para que pudiera pasar. Sintió la
brisa en el rostro. Cerró los ojos para aspirar, con más intensidad, el
aire y que éste limpiara la angustia que circulaba por sus venas. Pero el aire
se volvió denso, casi irrespirable. Olía a humedad, al moho que exhalan las
piedras antiguas. Abrió los ojos. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se
encontraba en una oscura celda. Un pequeño vano abierto en la pared era el único
punto de luz que le permitía ver la estancia. Apenas había mobiliario. Tan solo
un camastro, con un colchón de paja, una tosca mesa de madera y una pequeña
banqueta en la que estaba sentada Ángela. Su cuerpo comenzó a moverse
involuntariamente, como si respondiera a los designios de otra persona. Sobre
la mesa había un cuchillo. Lo cogió y comenzó a rasurar su cabeza. Cuando el
último mechón cayó al suelo pasó la mano por su cráneo desnudo. La retiró
manchada con la sangre de los cortes que se había hecho. A continuación cogió
un espejo, deslucido por el paso del tiempo, y observó el resultado. ¿Quién era
esa mujer que la miraba desde el espejo? Era una joven, de facciones bellas y
delicadas, con unos perturbadores ojos claros que la miraban inquisitoriamente.
Sus labios comenzaron a moverse.
— ¿Dónde están ahora esas voces
celestiales? El miedo a la muerte es más fuerte que mi pasión ante tu
divinidad... Una sola palabra, y volveré a tener la fuerza inquebrantable de un
soldado. ¿Por qué callas?
Ángela sintió lastima por la muchacha.
Podía apreciar su dolor, su miedo...
— Si acepto retractarme, quizás me dejen
libre. Y podré ser una mujer cualquiera, tener una vida propia, como cualquier
persona, con sus deseos y anhelos... Pero eso sería abandonar en un pasaje
negro de mi historia a todos esos hombres que murieron creyendo en mí... Y no
puedo hacerlo. Las voces fueron mi salvación y serán mi condena... Aunque ahora
callen.
Ángela, o quién fuera la que moviera los
hilos de su cuerpo, se levantó con determinación. Fue hacia la cama, y se
vistió con una túnica blanca que había sobre el colchón. Se escuchó el sonido
de unos pasos acercándose. Dos soldados abrieron la reja de la celda y, tras
esposarla, la llevaron hasta una plaza llena de gente que la observaba con
respetuoso silencio. Algunos, sin poder evitar las lágrimas, lloraban a su
paso. En el centro había una pira montada. La ataron a un poste, mientras un
hombre, con las vestimentas propias de un eclesiástico, comenzó a leer una
sentencia: “Juana de Arco, se te acusa de hereje e idólatra. Y se te
condena a morir en la hoguera.” El verdugo encendió el fuego.
Ángela, al ver como las lenguas de fuego ascendían, gritó
desesperadamente.
— Ángela, cuando cuente hasta tres,
despertarás. Uno, dos, tres.
Ángela despertó y vio la cara del doctor
Pérez que la miraba preocupado. Hace meses que acudía a la consulta, por su
anormal e injustificado miedo al fuego. Él lo había llamado Pirofobia. Y como
parte del tratamiento, le había sugerido que, para conocer las causas, se
sometiera a una sesión de hipnosis.
Han pasado cinco años desde aquel día.
Desde entonces, como quien regresa a la escena de un crimen, cada 30 de mayo
viaja a Ruan, cruza la plaza del viejo mercado, y deposita flores
en el suelo.