Carla, con una copa de vino tinto en la mano, se sienta en su mesa de trabajo. Enciende el ordenador mientras bebe un sorbo, intentando localizar esos matices afrutados del caldo que ella nunca logra definir. Su semblante se dulcifica hasta esbozar una sonrisa. «¡Qué importa que no capte los sabores! Me gusta…», piensa y centra su atención en la pantalla.
Dirige el cursor hacia el icono de un archivo: «FUGA DISOCIATIVA», que destaca sobre los demás al estar caligrafiado en mayúsculas. Tras un suave clic, el documento se expande en la pantalla, dejando a la vista una lista de nombres encabezada por Agatha Christie.
Desde que, siendo una adolescente, Carla comenzó a leer sus novelas de misterio, se sintió atraída por la personalidad de la escritora. Máxime tras adentrarse en su biografía y conocer ese fragmento de su vida, uno de los acontecimientos más enigmáticos de la historia de las letras, en el que desapareció durante once días. Agatha Christie mantuvo un obstinado silencio sobre este asunto y se llevó el secreto a la tumba. ¿Huida frustrada o pérdida temporal de memoria?
Para dar respuesta a esta pregunta, Carla quiso novelar lo ocurrido y buscó información. «La fuga disociativa se define como un trastorno caracterizado por la realización de viajes inesperados, lejos del entorno habitual del sujeto, en los que el individuo es incapaz de recordar…». Sin embargo, el proyecto inicial quedó relegado al descubrir, con asombro, el número de escritores que, en los últimos tiempos, protagonizaron ausencias similares a la de la célebre escritora británica.
A diferencia de Agatha Christie, ninguno de ellos gozaba de un status social y cultural elevado, y lo único que les unía, aparentemente, era su afición por escribir en redes sociales. Sin embargo, Carla había localizado un vínculo entre todos: la fecha de aparición de uno coincidía, siempre, con la desaparición del siguiente.
Carla desplaza la mirada por el listado hasta llegar al último nombre: Amber Collins. Minimiza el archivo y abre una carpeta del escritorio virtual, que contiene varias fotografías descargadas de Internet. Pincha sobre la instantánea de Amber Collins. En ella aparece una mujer alta, esbelta, con una larga melena cobriza, que posa de espaldas al objetivo. Intenta buscar en su lenguaje corporal, algún gesto, algún indicio, que le permita dilucidar qué historia esconde, pero su ademán estático no le trasmite nada.
Focaliza su interés en el paisaje del fondo, tratando de localizar el punto hacia el que mira. De repente, como en una ilusión óptica, el horizonte comienza a distorsionarse, incluso parece adquirir movimiento. Aprieta con fuerza los párpados para alejar la sensación mareante que la atenaza. Sin embargo, cuando abre los ojos, comprueba que no ha sido un engaño de sus sentidos, sino que la imagen ha cambiado: Amber se ha girado.
De un manotazo tira la copa de vino, que derrama su contenido por la superficie de la mesa y resbala hacia el suelo. Fija la vista en el líquido rojo que, rítmicamente, impregna la moqueta en pequeños círculos, como si fueran gotas de sangre.
Ploc…
Ploc…
Ploc…
Sale de la abstracción e inspira con fuerza para serenarse. Recoge la copa y limpia el reguero de vino, resistiendo el impulso de mirar la pantalla. Sin embargo, de reojo, como en una serie de fotogramas, capta los movimientos de la mujer acercándose. Su mente se debate entre el desconcierto y la curiosidad.
—Es imposible… razona mientras se obliga a sí misma a mirar el terminal.
Carla nota la adrenalina en el cuerpo, el pulso acelerado en las sienes. El encuadre de la fotografía ha variado a un primer plano del rostro de Amber, que levanta el dedo índice y la señala. Traga saliva e intenta alcanzar el interruptor de apagado, pero su mano se queda varada a medio camino al ver agrietarse el cristal del monitor. Su cerebro necesita unos segundos para procesar toda la información.
La figura de Amber se materializa ante ella con dolorosa nitidez.