Érase
una vez un pequeño cuento, llamado Pura Magia,
que vivía en una antología junto a otros relatos. No se trataba de un
libro conocido y, desde luego, nunca alcanzaría la categoría de best-seller,
pero eso a él no le importaba. Se sentía orgulloso de formar parte de un
proyecto que no solo le permitía tener
interesantes amigos, sino un lugar en el que guarecerse de la soledad y
la intemperie. Sin embargo, a pesar de todo, en su fuero interno, no dejaba de
crecer una extraña sensación de vacío al saberse destinado a ser leído solo por
adultos. Ansiaba tanto sentir la ternura de las manos de los niños, despertar
la curiosidad en sus miradas, escuchar sus risas blancas y ligeras… Cada vez era más frecuente encontrarle
con la nariz pegada al cristal de alguna librería o paseando entre los
anaqueles de la sección infantil de cualquier biblioteca. Admiraba las
brillantes cubiertas de los álbumes ilustrados, las exquisitas estampas que
acompañaban cada plano narrativo, mientras sus sueños se deslizaban por encima
de los libros y se confundían con el olor a tinta. Su mente se llenó de una
maraña de dudas y cometió el error de equiparar belleza con virtud.
Sintiéndose
zafio e insignificante, comenzó a vagar por los márgenes del libro rehuyendo
cualquier contacto o conversación. Sus compañeros le observaban con una mezcla
de ternura y honda preocupación. «El talento cuenta más que la belleza», «Los
cuentos no saben de cronologías. Tan necesario es estimular a los niños como
despertar a los adultos», «Algún día, cuando menos te lo esperes, el Universo
se pondrá en marcha para que veas cumplidos tus sueños», le decían para
animarle. Pero él, perdido en sus propias inseguridades, se limitaba a
encogerse de hombros y a sonreír, con un toque de amargura.
Los días fueron pasando lentos, sin apenas dejar relieve en la memoria, hasta que una mañana de verano Diego, un antiguo maestro de escuela, se sentó a la sombra de un árbol a leer y se topó con su ficción. Como si quisiera invocar el poder mágico de las palabras, leyó el texto completo en voz alta. Los sonidos, mecidos por una brisa repentina, flotaron en el aire hasta enredarse en las copas de los árboles, mientras decenas de imágenes caían en cascada por su cerebro. Y algo debió de despertar en Diego… O, tal vez, como habían vaticinado sus compañeros, el Cosmos comenzó a ponerse en marcha para cambiar el curso de los acontecimientos.
Diego, movido por un impulso, le propuso a Fátima, la bibliotecaria de Casalarreina, un bonito pueblo de La Rioja, presentar Pura Magia a los niños que se reunían en el ayuntamiento, una vez por semana, para escuchar a Diego contar fábulas y ficciones. Fátima no solo estuvo de acuerdo, sino que, con manos expertas, comenzó a confeccionar una brillante chistera para la sesión de Cuentacuentos.
A Pura Magia le invadió una intensa sensación
de irrealidad mientras cruzaba la plaza que le separaba del ayuntamiento.
Caminó despacio, parándose a cada paso, como si su subconsciente quisiera
dilatar el momento. ¿Y si no gustaba su mensaje? Negó con un enérgico
movimiento de cabeza para disipar el último resquicio de desconfianza que
albergaba y entró en el edificio. Un murmullo de voces emanaba de algún punto de
la planta superior.
Siguiendo
la estela del sonido subió la escalera hasta llegar al salón de plenos. Desde
el dintel de la puerta, observó el nutrido grupo de niños y niñas que esperaban
expectantes junto a sus padres y abuelos. La voz de Diego se impuso sobre los
susurros que se fundieron en un respetuoso silencio, salvo por algunas risas
infantiles. Su mirada vagó de un rostro
a otro, hasta alcanzar los cálidos ojos del maestro y sintió una inmensa
gratitud. Gracias a él, su historia se
estaba convirtiendo en un puente maravilloso de comunicación entre mayores y
niños. Algo que, ni siquiera en sus mejores sueños, se había atrevido a
imaginar.
Sin
embargo, a veces, ocurre que la realidad supera los límites de los deseos. Y un
día, de repente, Pura Magia comenzó a
sentir el suave tacto del papel de seda, la rugosidad de la cartulina y el
cosquilleo producido por las ceras de colores. Voces excitadas de niños, sonido
de tijeras, aroma de pegamento… La adrenalina aceleró su pulso y necesitó unos segundos para que su
mente procesara todos los estímulos y sensaciones. Poco a poco sus ideas
comenzaron a focalizarse: Fátima, con la creatividad y ayuda de los pequeños,
había elaborado una nueva encuadernación para él. Quizás, la más hermosa que
ningún cuento hubiera vestido jamás