El viejo barquero revisa el armazón de su barca en
un astillero improvisado en la orilla del río. Coge una lija para retirar los
restos de pintura descascarillada, cepilla, pasa la mano para sentir la
suavidad de la madera y vuelve a lijar. El perro que está a su lado mueve la
cola, impaciente, reclamando su atención.
—Tú también estás hastiado,
¿verdad, compañero? —le dice, mientras le acaricia la cabeza—. ¿Recuerdas
cuando la gente esperaba, formando grandes hileras, para que los trasladáramos
a la otra orilla? Pero llegó la crisis y encontraron el modo de alcanzarla más
plácidamente y sin coste alguno… y con ella, el olvido. Conozco cada
roca, cada banco de arena, cada corriente… y, sin embargo, no sé qué es una
sonrisa, una mirada enamorada o el calor de una mano amiga. ¿De qué sirve tanto
dinero acumulado? El mundo es mucho más que este río. Amo mi trabajo, pero
sé que encontraré la manera de realizarlo lejos de aquí. Tal vez en el
estanque del Retiro o incluso he pensado en ir a Venecia y ofrecer mis
servicios como gondolero. Lo único que lamento es que tú, mi fiel amigo, no me
puedas acompañar.
Desde entonces, se escuchan los
aullidos lastimeros de Cancerbero que, transformado en perro, busca a Caronte
al anochecer