Urian coge una cerveza de la
nevera, la vierte en una copa y se sienta en la terraza de su pequeño
apartamento. En la calle, sosegada y sin turistas, los últimos vendedores
ambulantes recogen sus enseres devolviendo la paz al barrio. Bebe un sorbo
mientras se recuesta en la silla y observa cómo cae el sol sobre la Acrópolis,
matizando de rojo las piedras que parecen cobrar vida.
Recuerda los paseos dominicales con su abuelo y las
historias que le contaba. “Urian…, le
decía muy serio mientras caminaban junto al teatro de Dionisios, aquí Aristófanes, Sófocles… representaron
sus obras en los concursos de teatro anuales. Fíjate en esa estatua que parece
sujetar el escenario es…” Y entonces comenzaba a relatar una leyenda sobre un sátiro, una ninfa… o cualquier otro personaje
mitológico.
Evoca lo diminuto que se sentía al pasar por la
puerta Beulé, la emoción que le
embargaba al ver el Partenón, el sueño de la perfección como lo llamaba su
abuelo y, sobre todo, la agitación que
se producía en su interior a medida que se acercaban al Erecteón. “¿Ves ese agujero que hay en la techumbre
del templo? Lo hizo Poseidón con su tridente. Mira dónde se clavó… De allí manó
el agua salada. Ven, vamos a descansar junto a…” La excursión siempre
terminaba de la misma manera: ambos sentados bajo el Olivo Sagrado. Aquel que,
según la tradición, hizo germinar Atenea, logrando que, de ese modo, la ciudad
quedara bajo su protección y no bajo la de Poseidón. Desde entonces, cada vez
que se acerca al árbol, percibe una presencia benéfica, una fuerza
sutil, cuyo origen no sabe precisar, que le provoca toda clase de sensaciones,
como si ansiara trascender los límites de la realidad.
Levanta la copa hacia la Acrópolis, recuperando el
antiguo rito de brindar por los dioses y por los muertos. “Ya no cruzaré tus puertas como un visitante más… me adentraré en tus
misterios.” Y sonríe al pensar en la suerte que ha tenido. Gracias a una subvención, gestionada
por el Doctor Papadimitriou, su profesor de arqueología en
la Universidad y conservador del Museo de la Acrópolis, comenzará a trabajar,
como becario, en el departamento de educación del museo.
Suena el despertador. Urian se levanta, se
viste y camina hacia la Acrópolis. El guardia de la entrada le impide el paso.
Tras enseñar su acreditación, le deja pasar. “Si el abuelo pudiera verme en estos momentos…” Urian contempla las piedras y su
geometría sagrada, donde la sabiduría y los elementos
encriptados resuenan por todas partes.
Una fugaz figura cruza su campo de visión.
Urian enfoca mejor y ve a una mujer vestida con un delicado peplo negro. El
cordón dorado que ajusta la túnica, realza sus armoniosas formas. Es tan
hermosa…
—Uriaaaaaaaaaaan.
Urian se gira y ve al Doctor Papadimitriou
que le hace un gesto para que se acerque.
—Buenos
días, Doctor.
—Buenos
días. ¿Preparado para conocer a los compañeros? ¿Te encuentras bien? Te noto un
poco turbado.
—Es
que he visto allí —dice girando la cabeza hacia el lugar indicado— una…
Pero ella ya no está.
—
¿Una qué?
—No…
nada... Habrá sido solo un juego de sombras.
La actividad en el Museo de la Acrópolis es
frenética, sobre todo con la cercanía del verano. A pesar de que han pasado más
de tres años desde que se inauguró el nuevo edificio, todavía queda mucho que
inventariar en el almacén del antiguo. Allí, Urian selecciona las piezas,
investiga sobre ellas y las documenta para su posterior traslado al nuevo
edificio.
—Urian,
te he traído un café de la máquina —le dice Helena, su compañera de
departamento—. ¿Por qué no descansas un poco? Vete a dar un paseo, que te dé
un poco el aire. Ya continúo yo.
Urian sonríe, coge el café y sale del
edificio hacia el mirador que hay junto al Partenón. Se sorprende al ver allí a
la mujer de negro que, con un elegante gesto, le anima a acercarse y sentarse a
su lado. Urian se aproxima a ella y la
observa sin poder articular ninguna palabra.
—
Vista desde aquí, la ciudad de Atenas siempre me ha parecido más triste y
solitaria. —dice la mujer con una dulce voz—. Como si estuviera ajena al caos
que se vive en la mayoría de sus calles.
—
¿Quién eres?
—Pandora.
—dice mientras le muestra un estuche plateado que tiene en su regazo.
—
¿Acaso te estás riendo de mí? Pandora no existe, es solo un mito.
—Todos
los mitos tienen algo de realidad, forman parte de la condición humana…
— ¿Y qué hay de verdad en el tuyo?
—Es
verdad que abrí la caja que se me encomendó guardar, pero no fui yo quien trajo
la desgracia a la humanidad. Dentro del cofre, en realidad, había bienes y
males. Y fue Zeus el que sustrajo las cosas buenas, llevándoselas a la mansión
de los dioses, dejando las desdichas como castigo y ejemplo para Prometeo y,
por ende, para todos los hombres. Desde entonces estoy aquí. ¿Qué madre abandonaría a sus hijos a su destino? No olvides que,
aunque nací de una conspiración divina, también soy la primera mujer que pobló
la Tierra. Sois parte de mi linaje y he estado pendiente de vuestra evolución,
pero como debe hacerlo una madre, desde la distancia. Dejando que corráis
riesgos, que aprendáis de los errores… y alentándoos a que tengáis fe en
vosotros mismos y persigáis vuestros sueños individuales y colectivos.
—Entonces…
¿Tengo que creer que ahí —dice Urian señalando
el cofre— tienes guardada la Esperanza?
—Sí,
—dice Pandora mientras abre el cofre y le muestra el interior— aunque cada vez
está más debilitada. Corren malos tiempos…
Urian mira dentro y ve, acurrucado en una
esquina, un pequeño pájaro, similar a un gorrión, que apenas puede sostenerse.
De repente,
se escucha una pequeña explosión en el centro de la ciudad. Ambos miran
la columna de humo que se eleva hacia el cielo. Otra jornada de
manifestaciones, inicialmente pacíficas, que acaban en altercados. ¿Qué más se
puede perder cuando se ha perdido todo?
El pajarillo comienza a temblar.