«Se puede tener, en lo más
profundo del alma, un corazón cálido,
y sin embargo, puede ser que nadie acuda a él» .
(Vincent Van Gogh)...................
El oscuro borde
de la luz
Ane mira el paisaje que tiene frente a ella. Tres caminos rojos se
abren paso en un campo de trigo que se mece con el viento. Primero, lentamente,
después con fuerza. Ane
presta atención al sonido del viento, al
susurro que produce el roce de las espigas. Siempre ha sentido una fascinación
especial por los paisajes sonoros, por esa voz de la naturaleza, como ella la
llama, que le ayuda a percibir la vida a través de los sentidos. De repente,
una bandada de cuervos se eleva sobre el trigal. Revolotean, se buscan y
entrecruzan sus alas para enfrentarse a la tormenta que se dibuja en el
horizonte. Un escalofrío recorre su cuerpo mientras observa cómo se alejan.
Piensa, al verles mezclarse con las sombras del firmamento, que son el símbolo
tenebroso de un destino del que nadie, a veces, puede escapar. Saca de su bolso
el cuaderno y la caja de
lápices de colores que siempre lleva consigo y comienza a dibujar la escena.
—No, así no…
en la naturaleza no hay líneas.
Ane estaba tan abstraída, que se sobresalta al escuchar
la voz y se le cae el cuaderno. Se gira y ve a un hombre pelirrojo, de unos
treinta cinco o cuarenta años, fuerte, de anchas espaldas, que viste un
guardapolvo gris y un gran sombrero. «No
es posible se parece…» Ane mira con disimulo la oreja izquierda del hombre.
«Una cosa es desear parecerse a
personajes que admiramos, vestir como ellos, imitar sus gestos… pero llegar,
incluso, a cortarse el lóbulo para parecerse a él… No, es imposible…»
El extraño se agacha a recoger el cuaderno y
se lo da a Ane con una sonrisa.
—Perdón,
siento haberte asustado. Me llamo Vincent… —le dice el hombre ofreciéndole la
mano.
«Vincent… Claro, no podía ser de otro modo».
Ane duda, no sabe cómo reaccionar.
Primero piensa en salir corriendo, pero luego mira sus ojos y no encuentra en
ellos ningún rastro de locura, solo una inmensa tristeza y soledad. No
sabe la razón pero aquel hombre no le
inspira temor.
—Hola, —dice
mientras acepta la mano tendida— mi nombre es Ane.
—Es un paisaje
fascinante, ¿verdad?
—Sí, por eso
quería retenerlo.
— ¿Retenerlo?
No… lo que estabas haciendo era
copiarlo, convertirlo en una imagen estática. No tienes que delinear los
contornos de las cosas, tienes que buscar su luz, el movimiento de la quietud.
Debes romper sus límites, sus bordes, penetrar dentro de ellas… que tomen
cuerpo y volumen dentro de ti, para, después, atravesar ese muro invisible que
existe entre lo que sientes y lo que ves.
—Pero antes
necesito un bosquejo, un marco de referencia para no perder la información.
—No, no
necesitas detalles específicos, ni referencias. Solo debes pintar lo que hay
dentro de las cosas, la sensación que producen… que sea tu alma la que plasme
las formas y los colores. Así lograrás
expresar tus emociones aunque pintes la más negra de las noches. Ven, demos un
paseo, quiero enseñarte algo.
Caminan juntos
hasta que llegan a un mirador desde donde se divisa un paisaje nocturno. Lo primero
que llama la atención de Ane es la silueta de unos cipreses que se eleva hacia
el cielo como una llamarada vegetal. Al fondo ve la silueta de un pueblo con la
larga aguja de la torre de la iglesia presidiendo el conjunto. La línea del
horizonte está baja, dándole protagonismo al cielo y a la luz que irradian las
estrellas y una extraña luna en cuarto
menguante.
— ¿Dónde
estamos?
— En mis
sueños. Lo que ves es mi interior, mi mirada, expresada en luz y color. Cada
pincelada es un pensamiento, una emoción, que rompe la barrera que nos separa y
llega hasta ti. Sueña las pinturas, Ane, y luego pinta. Busca dentro de ti lo que
crees que está fuera.
Ane siente
unos toquecitos en su hombro.
—Perdón,
señorita, es hora de cerrar el museo.
Mira por
última vez el cuadro. «Esta escena es tu
carta de despedida. No sé cuál de los tres senderos elegiste. Quizás el del
centro que se pierde entre el trigo y se adentra en la pintura. Solo espero que
al final encontraras la luz que tanto buscabas, aunque fuera a través de la
muerte…»